Jesuitas
Nos llamó burros, pero al final aprobamos casi todos. Ese gran docente hoy sería perseguido por las APAs
Andamos últimamente preocupados, sorprendidos e incluso escandalizados con el asunto de las políticas educativas y sus efectos en los colegios. Normal, teniendo en cuenta que ... todos tenemos sólidos puntos de vista basados en nuestra propia experiencia, vivencias que se aferran para siempre a la memoria y perfilan nuestra forma de ser. A quién no le ha pasado cruzarse por la calle con un compañero de clase al que hace veinte años que no ve, y llamarle cariñosamente por su apellido o mote como si le hubiera visto ayer por última vez. Suelen hacer mucha ilusión esos encuentros, y al fin y al cabo tiene su lógica; hemos pasado con ellos quizás más tiempo que con nuestros propios hermanos, y nos conocemos tan por debajo de la piel que es imposible despistarnos. Todos somos niños que han ido cambiando de talla, pero nuestro núcleo es el que es, y eso lo sabe bien ese paisano desconocido con el que te acabas de cruzar. Tu hijo, que en ese momento te acompaña, se sorprende de que des un abrazo y mires a los ojos con cariño inusual a aquel tipo extraño, aunque será lo mismo que él hará algún día. Afecto desarrollado en años de patio, balón y roña, que es ajeno al tiempo y a los kilos. Puede que sea hasta una reacción química, como lo que cuentan de los flechazos, instinto animal. A quien quisimos, le seguimos queriendo aunque apenas nos reconozcamos ya, y al que no, le seguimos evitando con la misma naturalidad con lo que lo hacíamos cuando medíamos un metro menos.
Yo tuve la suerte de estudiar en los Jesuitas de Gijón, el mejor colegio del mundo. Me refiero, claro está, al que a mí me tocó vivir, y también sobrevivir. Digamos que nos soportamos mutuamente, con lo cual estamos en paz, y yo además muy agradecido. Con esto de los colegios pasa como con los espaguetis de mamá, todos pensamos que los de nuestra casa son los mejores. Supongo que los centros de enseñanza, como todas las cosas, cambian con el tiempo, y no sé cómo será ahora, pero el Colegio de la Inmaculada del 70 al 82, que son los doce años que yo me tiré allí en horario de mañana, tarde y entrenamiento por la noche, fue indudable y objetivamente el mejor colegio del mundo mundial. Esto es como si le preguntas a alguien del Betis o del Sevilla cuál es el equipo más grande, no hay con quién tratar. Pues lo mismo me pasa a mí con nuestro colegio de curas, en aquellos años de cambio en España. Años de transición, de apertura, de lo nuevo por lo viejo, de chaquetas por sotanas, de jersey rojo por chaqueta gris en el profesorado. Cambios también profundos para los alumnos, de colegas sudados al ambiente mixto del BUP (¡ufff!), de libertad de entrada y salida por portería; de pasar de ser unos pequeños cerdos de patio a cuidar nuestro aspecto y maneras, por evidentes (y poderosas) cuestiones de vecindad. Años intensos y únicos, en los que vives un montón de cosas. De lo que no nos libramos, ni con la Transición ni con nada, fue del horario: de 8.40 a 18.30, es decir de sol a sol para gloria familiar.
Por sintetizar en unas pocas líneas la diferencia con lo que tenemos ahora, me basta recordar aquella primera evaluación de inicios del BUP con un magnífico profesor de lengua española. De 40 alumnos suspendimos 39, y el héroe que aprobó, que quizás hojee esta columna, era repetidor y sacó un 5 pelado. Ese profesor nos insultó desde su tarima; nos llamó burros, tal como suena, y nos llevó cogidos por el pescuezo todo el curso, nueve meses firmes como velas, pese a hallarse infiltrados en el aula elementos altamente nocivos. Al final aprobamos casi todos, y estoy seguro de que hoy por hoy, con independencia de a qué nos dediquemos, cometemos muy pocas faltas de ortografía. Espero, en todo caso, que no encuentren aquí ninguna. Ese gran docente sería hoy expedientado, perseguido por las APAs por traumatizar a sus niños, grafiteado en su coche, escrachado en su casa, o agarrado por un papi cualquiera de la pechera. El mismo papi que nos apretaba las tuercas a nosotros si pencábamos.
Durante este tiempo fuimos felices y lloramos, aprobamos y fracasamos, ganamos y perdimos, nos reímos y se rieron de nosotros; nos peleamos, zurramos y nos zurraron, mentimos a nuestros mayores, copiamos, nos copiaron (a mí poco); nos gustó alguien imposible y quizás gustamos sin enterarnos, y en ocasiones, hasta nos esforzamos. Así nos fue, aprendiendo a vivir y a apañárnoslas, con cinco duros de vez en cuando para comprar un bocata en el bar de la esquina.
Ahora, leo que en un colegio del país más rico del mundo ha entrado, una vez más, un joven armado con un arsenal comprado por él mismo, quizás en esa misma tienda de la esquina donde nosotros pillábamos aquel bocata, y se ha llevado por delante tantas vidas. Me pregunto entonces qué nos pasa a la gente de nuestra generación para permitir, incluso facilitar, que estas cosas tan terribles sigan ocurriendo. Luego, resignado, me refugio de nuevo en los recuerdos de mi infancia, en mi adorado Colegio de la Inmaculada, en sus cuarteles de Simancas.
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