Desde el mirador de La Formiga

Es, en todo caso, mi huerto favorito. Mi catedral de la mar desde la que veo (cual si fuera un Fermín de Pas) los cuerpos en la playa, huérfanos de ropa, al sol de julio y agosto. Y más allá, junto a la raya, un barco de vela pequeñito. Y lanchas desplegadas por Palmera, la Igüera y el Cuarterón, ahora, casi todas, con banderas y motores fueraborda. Según vas mirando, viran los colores del verde al azulmarino, del amarillo de las flores del sendero al blanco y gris de las nubes. Hay un mirlo silbando entre las ramas de un saúco como queriendo retener el sol en su caída. Y enseguida, el faro de San Antonio empieza desde el Cuirno a mandar sus besos cálidos a la mar repujada de olas. Luz como venida del cielo y que parece hacerse visible también cuando cierras los ojos. Atravesando mares pasan los cargueros hacia el Musel.

Y estoy aquí parado, en la cumbre de este mirador de La Formiga, desde donde la vida parece querer también llevarte a emprender un viaje por tierra, mar y aire. Y surge quintales de nostalgia de toda una vida vieja encallada ya en el pecho. Y viene la noche, madre lenta, a la soledad de un hombre solitario que se acerca a mirar la plenitud de la mar por ver de encontrar el puerto definitivo. La luz de junio se va apagando y se alza ya la bandera del verano sobre una mar que se peina y nos acoge como refugio, asilo y paradero. Un soleado mar que logrará ponernos a flote ante tanto naufragio.