Expertos e idiotas
En España cada vez hay más personas con amplios conocimientos en determinados asuntos a las que no se les hace ningún caso
Me vino esta columna tras la lectura de 'El idiota', de Dostoyevski, obra maestra a la que me resistí durante tiempo, pues setecientas y pico ... páginas se me hacían demasiadas, tan solo justificables por el respeto que se ha de tener a tan genial escritor. El príncipe Myshkin, protagonista de la novela, es el idiota en cuestión, o al menos así lo ven el resto de personajes en el libro, aunque a medida que se avanza en su lectura, uno se va dando cuenta del fin del autor, al retratar una sociedad hipócrita, interesada y frívola, que juzga como un idiota a un joven lúcido, sensible y generoso que de idiota tiene poco, o nada. Simplemente, es un tipo que no encaja en los códigos sociales de la época, que en muchos aspectos, no están muy lejos de los nuestros de ahora.
Si se acude a la RAE, idiota es definido como «tonto o corto de entendimiento». No obstante, no es a este tipo de idiota al que me querría referir, sino a otro: esa persona sensata que sabe de lo que habla, pero que por resultar incómoda, inoportuna o por ir a contracorriente, es tratada como un idiota por otros, por pura conveniencia. En España andamos sobrados de este perfil últimamente, pues cada día nos encontramos con más personas que, a pesar de poseer amplios conocimientos en determinados asuntos, no se les hace ningún caso. En la actual sociedad de la desinformación, un experto puede, a poco que se descuide, pasar a ser percibido como un bicho raro, un incomprendido cualquiera. Un friqui cuyos puntos de vista no son más que un incordio, un pestiño, como una especie de mosca cojonera revoloteando sobre asuntos que conviene resolver como conviene, y no de otra manera.
Un ejemplo reciente de esto lo tenemos en la controvertida reforma de las pensiones, de la que tanto se viene hablando. En un asunto tan importante como éste, que afecta al bienestar de toda la ciudadanía y a generaciones futuras, se adoptan decisiones no sólo sin el acuerdo de todas las fuerzas sociales, sino además sin tener en cuenta la opinión de muchos expertos, como si estos fueran descendientes directos del príncipe Myshkin, idiotas perdidos. Algunos renombrados economistas han dicho que la reforma está abocada a empeorar la competitividad de nuestra economía. Otros, que es insuficiente, tan solo un parche a corto plazo. Y algunas voces con mucho peso nos están incluso alarmando, diciéndonos que es una hipoteca para nuestra sociedad.
Otro caso similar, aunque ya casi olvidado a golpe de nuevos disgustos, fue el de los informes jurídicos de la desgraciada 'ley del sólo sí es sí', que alarmaban de las consecuencias judiciales del proyecto y que al parecer fueron obviados, guardados en cajones. Total, qué les iban a contar a ellas, revolucionarias sociales, estos anticuados aguafiestas, casposos juristas sabelotodo, con sus absurdas togas, birretes y cautelas. Qué les iban a enseñar todos esos idiotas.
De un tiempo a esta parte, nos hemos habituado a tener que digerir normas metidas con calzador que, tratando materias harto delicadas, parecen promulgarse como quien fríe un huevo. Si al menos, y pese a las evidentes carencias de quienes las aprueban, se percibiera un cierto consenso, alguna visión a largo plazo o una pizca de sentido común, quizás la cosa mejoraría, aunque no sé si será pedir demasiado. Los precursores de las normas, pese a sus evidentes carencias, pasan de opiniones externas, al menos de las que estén fuera de su «zona de confort». De consultas públicas, referéndums y esas cosas, ni hablamos.
En España, como en cualquier otro país desarrollado, nos gastamos una pasta en órganos consultivos, funcionarios incorporados a nuestra Administración, cuyo trabajo es precisamente dar sus opiniones expertas. Órganos como el Consejo de Estado, el Consejo Económico y Social, los Cuerpos de Abogados y de Economistas del Estado, El Tribunal de Cuentas, o el tan vapuleado Consejo General del Poder Judicial, por poner ejemplos. Instituciones dotadas de personal cualificado, técnicos llenos de sanos propósitos y buenas ideas, a los que en muchos casos sería preceptivo consultar, o al menos oír.
A estos órganos públicos, junto con otros no citados y múltiples cargos de libre designación se les parece tener ya cuan floreros. Jarrones que adornan los despachos y pasillos por los que pastan alegremente los Titos y los Bernis con sus compinches, en horario de oficina, aunque sigan la fiesta más tarde. Tipos prácticos, que van a lo suyo con la pasta que les proporcionamos. Una turba de anti-expertos que entienden de todo, pero no saben de nada. Asaltadores de caminos, pillos y pillas con menos libros pero más calle. Personajes que circulan, sin siquiera ponerse colorados, por el Congreso, el deporte, el Parlamento Europeo y donde haga falta. Al tiempo, nuestros Myshkins, nuestros ilustrados idiotas, pululan cautelosos y musitan en corrillos, por la cuenta que les trae. Farfullando y de reojo, que en el despacho se está caliente, el que manda es el que manda y más frío hace en la calle.
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