Un poder no tan obsceno
No deberíamos incurrir en el error que supone ignorar la 'fealdad' inherente a la política
Resulta un tanto obsceno que, cuando sus señorías emiten sus votos en el hemiciclo realmente no estén votando lo que se vota. Cuando votan, por ... ejemplo, la reforma laboral o las medidas anticrisis, da la impresión de que la orientación del voto guarda poca o nula relación con los intereses de los trabajadores o con las dificultades económicas que padecen millones de españoles. Lo irritante es que esto sea lo habitual.
Mi intención, reconozco que un tanto osada, es mostrar que este modo de proceder, no siendo deseable, tampoco responde estrictamente a una especial perversidad de los actores políticos. Para ello, es preciso no perder de vista que, sin poder, no hay política. Por supuesto, la grandeza de la política la proporcionan los bienes que persigue (por ejemplo, que haya más y mejor empleo o que los españoles gocemos de un buen sistema sanitario y educativo). Pero conviene no perder de vista que sólo mediante el poder se hacen realidad los bienes que solo la política puede alcanzar.
A renglón seguido, es preciso recordar que, afortunadamente, ningún actor político posee el poder suficiente para hacer realidad el bien común. Es nuestra falta de cultura política la que nos lleva a lamentar más de la cuenta la escasa realización práctica de ciertos bienes públicos. Ciertamente, resulta doloroso atisbar la insuficiencia o el daño que, según el propio parecer, muchas decisiones políticas acabarán suponiendo para la sociedad, la prosperidad del país o la paz social. Pero, por lamentables que nos puedan parecer estos u otros estropicios, hemos de aceptar que las aspiraciones políticas solo se pueden cumplir limitadamente.
Es verdad que se pueden adoptar -y que de hecho se adoptan- decisiones catastróficas, pero haríamos mal en cargar excesivamente las tintas con los políticos. Es verdad que abundan los incompetentes y arribistas, que en muchos de ellos el servicio a la sociedad y el interés por el bien común brillan por su ausencia y que la ambición personal de muchos de ellos eclipsa todo lo demás. Esto ocurre, es malo y sería deseable que no sucediera. Sin embargo, el peso de estas anomalías es menor del que le atribuimos. No deberíamos incurrir en el error de perspectiva que supone ignorar la 'fealdad' inherente a la política, si es que deseamos llamar así a las intrigas de poder que la acompañan.
Los políticos, al ser una emanación de la sociedad, son también nuestro espejo. Puede muy bien ocurrir que lo que vemos en el espejo no nos guste, pero no deberíamos pasar por alto que es a nosotros a quienes refleja. Ciertamente, se trata de un espejo deformante porque proyecta, sobre todo, dos de los aspectos menos amables de la sociedad: su conflictividad estructural y los condicionamientos que los juegos de poder ejercen sobre ella.
La política existe porque los ciudadanos no estamos de acuerdo en multitud de asuntos. Perdemos de vista con excesiva frecuencia que, de forma natural, los bienes públicos suelen ser conflictivos. Basta pensar en algo tan elemental y sencillo como el famoso 'cascayu' del Muro en Gijón. Es bueno que avance la peatonalización de la ciudad. Y también es bueno que la circulación del tráfico sea fluida. La cuestión es que su articulación resulta conflictiva. La política es la forma civilizada de resolver esas diferencias. Por otra parte, los asuntos conflictivos y complicados no suelen quedar resueltos definitivamente. Lo que la política puede conseguir muchas veces, y no es poco, es desatascar situaciones colapsadas. Muchos problemas, más que un arreglo, lo único que admiten son arreglos y apaños.
Por otra parte, el poder no goza de buena prensa. En el imaginario popular los poderosos -los políticos, entre ellos- figuran como malvados. Lo que muchas veces olvidamos es que el poder que gestionan los políticos se lo hemos proporcionado nosotros. No es que en política valga todo, pero no deberíamos sorprendernos tanto de que los políticos ejerzan implacablemente su cuota de poder, como gobierno o como oposición: para eso, entre otras cosas, les pagamos. Saber gestionar la cuota de poder que cada político posee representa una parte muy significativa de su competencia.
Existe, y no como mera hipótesis, el riesgo cierto de que la política se instale en el frentismo y que el poder del que disponen las formaciones políticas se dedique más a neutralizar al contrincante que a resolver los problemas. Pero habría que cuestionarse la suposición de que esto obedece a una especial perversidad de la clase política. La monitorización permanente de la política que ejercen los medios de comunicación, junto con el sobrecalentamiento mediático producido por las redes sociales, por una parte, y la deriva electoralista de la política, por otra, hacen objetivamente muy dificultosos los acuerdos.
Quienes se quejan demasiado de la fauna política no deberían perder de vista que, por mucho que nos cueste admitirlo, los políticos están ahí porque alguien les ha votado. Y, sí, aunque nos cueste creerlo, existen ciudadanos que votan a ciertos políticos y a ciertas formaciones políticas. Lo que en el fondo nos cuesta digerir muchas veces, es que esos políticos de los que quizá abominamos o que encarnan lo que para nosotros resulta deplorable han sido votados por otros ciudadanos. La cultura democrática nos debería llevar a admitir con más sosiego que la sociedad es muy diversa y que la dificultad para llegar a acuerdos no es tan mala como tendemos a pensar. O, si se prefiere, que lo contrario sería peor.
Un mayor realismo en nuestras expectativas sobre las posibilidades y los límites de la política contribuiría, seguramente, a que los políticos resolvieran mejor los problemas que a todos nos atañen.
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