¿Estamos tontos?
La técnica no ha dejado de representar cierta delegación de nuestras capacidades en algún artilugio
El monstruo creado por el doctor Frankenstein sobrevivió a su hacedor. Feo y sin nombre, acabó quitándose la vida. Su historia refleja el temor a ... que la tecnología escape a nuestro control, que acabe desplazándonos a los humanos y que después se acabe todo. La preocupación ecológica responde, en parte, a este patrón, pero la inteligencia artificial lo que parece poner en peligro es nuestro futuro como humanos. Tememos que los artefactos inteligentes no se conformen sólo con echarnos del trabajo, que no es poco, sino que, directamente, nos hagan más estúpidos de lo que ya lo somos sin ordenadores ni pantallas.
La amenaza para nuestra inteligencia derivada de los dispositivos digitales podríamos quizá resumirla -si adoptamos la perspectiva del 'yo' en vez de la del nosotros, es decir, la social y política, que nos abriría a otra colección de inquietantes peligros- con las siguientes palabras: adicción, atención, dislocación y suplantación.
Las pantallas poseen un elevado componente adictivo. Algunos hablan ya de trastorno de adicción a internet, adicción digital o ciberadicciones. Por otra parte, nuestra intimidad resulta dislocada y hecha añicos merced a la exhibición de la propia vida en las redes. La ventilación permanente de los aspectos más íntimos de nuestra vida personal y familiar y su exposición sin cortapisas a quien desee asomarse a ellos, además de dentera, producen escalofríos por la pérdida de riqueza interior que representan.
Sospechamos, por otra parte, que la delegación de funciones en las máquinas acabará haciendo que nuestro cerebro se atrofie en alguna de sus dimensiones y que nuestra inteligencia resulte suplantada por la artificial. Resulta verosímil ya la posibilidad de que los asistentes digitales organicen, además de nuestro ocio y rutinas domésticas, nuestra agenda de trabajo y nuestras reuniones sociales, y que tomen por nosotros decisiones.
Entre las posibles formas de estupidez digital, la más preocupante es la última, pues las anteriores simplemente representan una exacerbación de desviaciones -comportamientos adictivos o narcisistas- que se dan en el ser humano sin necesidad de herramientas digitales. La duda más relevante sobre las máquinas inteligentes es si la delegación de funciones en ellas conlleva pérdidas cognitivas para el ser humano. La cuestión ya no es, sin más, que nos comportemos de forma estúpida, sino que la inteligencia deje definitivamente de caracterizarnos.
Ahora bien, desde su aparición, la técnica no ha dejado de representar cierta delegación de nuestras capacidades en algún artilugio. Gracias a la rueda o a la máquina de vapor, el esfuerzo de los músculos no necesitó ser tan descomunal como hasta entonces. Los sistemas de transporte, por su parte, han mermado nuestra capacidad de correr y caminar y, seguramente, los humanos del siglo XXI somos mucho más endebles que nuestros antepasados. Otro ejemplo de delegación tecnológica fue la palabra escrita, que, como recuerda Irene Vallejo en 'El infinito en un junco', representó una significativa pérdida de memoria frente a la tradición oral.
Ante la inteligencia artificial, verdadero núcleo de la tecnología actual, nos encontramos -usando la expresión acuñada por Umberto Eco hace casi 60 años- tanto con 'integrados' transhumanistas, que aquejados del mal de Frankenstein piensan que podremos crear un ser más perfecto que el hombre, como con las voces apocalípticas de quienes sienten vértigo ante la posibilidad de ser destronados por una tecnología inteligente y profetizan nuestro definitivo descenso a los infiernos.
Pero la experiencia histórica nos enseña al menos dos cosas al respecto. La primera es que los cambios tecnológicamente significativos siempre han producido un temor comprensible pero exagerado. Ese temor exagerado es atribuible a la falta de perspectiva de quienes los protagonizan, por una parte, y a los inconvenientes, a veces muy dolorosos, que conlleva su adaptación, por otra.
La segunda enseñanza de la historia de la técnica es que el ser humano, mal que bien, siempre ha acabado embridándola. La humanidad siempre ha sobrevivido a todos sus artefactos y no hay motivos para pensar que no vaya a seguir siendo así. Tendremos, eso sí, que aprender a convivir con la inteligencia artificial. Un aprendizaje quizá fatigoso y largo. Y eso formará parte de la sabiduría humana, cualidad a la que los avances tecnológicos nunca le han afectado para bien ni para mal, y que, en realidad, tampoco se encuentra amenazada por los sistemas inteligentes.
Si estamos tontos, algo que resulta muy plausible, será por la poca estima en que tenemos a los sabios y a los santos. Pero no nos engañemos, la culpa de eso no es de las máquinas.
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