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Hay días que no tienen nombre. Días que existen al margen de cualquier calendario, como si el tiempo no supiera muy bien qué hacer con ... ellos. Días que no figuran en la memoria porque no se celebran ni se lloran, aunque nos atraviesan igual. Días que no tienen prisa por pasar, tampoco un propósito, en los que nada se espera y por eso, quizá, nada se teme.
Días sin prisa, grandes titulares o dramas. Días que simplemente son como una bruma leve o una canción que acompaña sin hacerse notar demasiado. No entran en los almanaques sentimentales ni se mencionan en las conversaciones importantes. No son aniversarios, celebraciones o despedidas. Nadie los inmortaliza en una fotografía ni los marca en negrita en la agenda y, sin embargo, sostienen la vida. Nos sostienen a nosotros. Como las durmientes que no se ven, pero sin las cuales todo se vendría abajo.
Hoy escribo desde uno de esos días —no sabría decir cuál con exactitud— en el que no se parte ninguna tarta ni se alzan copas, y que he aprendido a no subestimar porque en ellos se escucha limpiamente. En esos momentos en los que el mundo baja el volumen, el silencio habla. Ahí es donde, en esa apariencia de repetición, más veces de las que pensamos, germina algo importante.
Quizá, pienso, haya una forma de belleza en lo que no pasa. Algo callado, sereno, profundamente hermoso en esos días quietos que se deslizan como si no quisieran ser vistos. En esa vida que ocurre sin aplausos en la que nacen los pensamientos sin urgencia —qué perfectos pueden llegar a ser esos pensamientos— y en las emociones pequeñas que no publicamos. ¿Por qué ese empeño en mostrarlo todo? Hasta los suspiros. Los suspiros, como algunas lágrimas, deberían ser solo propios. Hay belleza en los gestos íntimos, casi invisibles, como regar una planta, cambiar las sábanas, mirar el cielo y niñear, dibujar con los ojos una historia entre las nubes o contar esos suspiros no compartidos. No todo deja rastro, es cierto, pero todo nos transforma, incluso lo que parece no haber sucedido; incluso esos días quietos que se esconden en la noche del calendario, sin dar explicaciones, como quien camina bajo la lluvia sin correr. Días a los que, en el fondo, no hace falta poner nombre, pues basta con habitarlos.
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