«Hay cámaras, pero en un piso de citas nadie te asegura que no vaya a venir un loco a matarte»
Cuatro trabajadoras sexuales narran cómo se vive el mundo de la prostitución: «No se me ocurre quedarme sola con un hombre en un piso»
El crimen de Tatiana Coinac, la 'escort' de 44 años fallecida en la calle Ámsterdam tras sufrir una brutal paliza y haber sido agredida sexualmente, ha sacudido con dureza al barrio de Teatinos, al resto de la ciudad en general, pero más aún al resto de mujeres que se dedican al trabajo sexual. No se trata de una generalidad. Las inquilinas de un piso en el que se ejerce la prostitución relatan a EL COMERCIO, tras conocerse los primeros detalles del crimen de Los Prados, que la tranquilidad absoluta no existe. En el fondo, ellas mismas saben que, «tal y como están las cosas», el peligro y la inseguridad van con la 'profesión'. «Tenemos cámaras y gente dispuesta a ayudarnos, chicos fuertes que por cincuenta o cien euros se quedan con nosotras toda la noche, en el portal o en la habitación de al lado, para que no nos pase nada, pero en un piso de citas nadie te asegura que no vaya a venir un loco a querer matarte».
Habla María, un alias que la mujer se acaba de inventar sobre la marcha, ya que no quiere dar su nombre real ni el «artístico» para que no descubran su identidad ni sus familiares ni sus clientes. Trabaja en un piso que tiene alquilado junto a tres mujeres más. Son jóvenes, entre los veinte y los treinta y dos años. «Lo que le pasó a esa mujer es muy loco, a mí ni se me ocurre quedarme sola con un hombre en un piso». A diferencia de estas, Tatiana se promocionaba como prostituta «independiente» y recibía sola en su vivienda. María califica como «motivos de seguridad» sus reticencias obvias a hacer lo mismo. «Algunos de los que vienen están como están». Se refiere a clientes que llegan al piso bajo los efectos del alcohol, las drogas o, simplemente, «'enfermos' violentos que llegan dando voces o insultando». También los hay que, después del «servicio», «no se quieren ir y tenemos que llamar a algún amigo para que los eche».
Nunca están solas porque en la vivienda siempre hay más de una al mismo tiempo y «nos vigilamos unas a otras». El resto, silenciosas, aguardan en otra habitación o en el salón a que el cliente «acabe y se vaya». A veces, incluso, una de ellas hace de encargada. No suelen, eso sí, tener problemas, prosigue María. «No todos los puteros están locos y son unos asesinos, la mayoría es gente que está sola, que tiene problemas o que son unos viciosos: hay de todo, de todas las edades, profesiones y clases sociales». Esto último lo repite varias veces durante la entrevista. ¿Qué hacen si pasa algo? En ocasiones llegan a llamar «a la Policía». También tienen grupos de WhatsApp en los que hay mujeres «de toda Asturias» y que utilizan para alertarse sobre clientes que puedan ser peligrosos.
Ahora bien, ¿cómo es el interior de un piso de citas? En el televisor resplandecen las escenas de un capítulo repetido de una serie policiaca. Es viernes por la noche en un salón con una decoración sobria. La diferencia con uno convencional radica en que dos de las tres habitaciones del apartamento están equipadas con toda una serie de objetos y materiales de índole sexual: camillas para masajes, camas con sábanas desechables (en el mueble del recibidor hay un jarrón con preservativos) y, aunque no demasiadas, tiras de luz led que se asemejan a los neones de los clubes. También suena una música tenue. Las mujeres no viven allí. Después de la jornada, que suele durar toda la noche (algunas prefieren trabajar por las «mañanas»), cada una se va a su casa en taxi o «de fiesta».
Centro de operaciones
El salón es el centro de operaciones. Hay siete teléfonos desperdigados sobre una mesa de cristal, que se van iluminando con la entrada de mensajes de texto o llamadas durante la noche. Son los clientes. Cada mujer maneja uno o varios de esos terminales con la ayuda de una «telefonista», otra mujer que se encarga de atender las llamadas por ellas (literalmente) y de avisarlas cuando alguno reclama sus servicios específicos. Le dan la dirección y le piden que vuelva a llamar por teléfono cuando haya llegado al portal para abrirle la puerta sin que toque el timbre y así no advertir a los vecinos. Las chicas están vestidas con un pijama que solo se quitan cuando llega el cliente, antes de abrir la puerta. A una de ellas, que responde a Carlota (tampoco es su nombre real), le ha dado el aviso la telefonista de que un hombre va a llegar en 15 minutos. «¿Qué por qué me hice puta, cariño?», repregunta, mientras sale de la estancia. «Fue el día que tenía que darle de comer a mis hijos y no tenía con qué. Sus padres no se ocupan de ellos». Ella es la que tiene 32 y la que más tiempo lleva en la «profesión».
Sentada en el sofá, una de las más «novatas», Ana, admite que lleva «dos o tres meses» ejerciendo la prostitución. Coincide con su compañera al afirmar que «esto lo hago por el dinero, porque quiero, sí, pero no porque me guste», sentencia con dureza en la voz. Eso sí, aclara, «es para un tiempo». Tiene 22 años, es asturiana y dice que está «ahorrando» y que lo que le gustaría hacer sería «montar un negocio de uñas». En lo que va de día, Ana ya ha tenido cuatro clientes, pero pueden llegar a ser hasta «seis o siete» dependiendo de la temporada. En verano, la demanda crece. «Casi todos me tratan bien y son buenos conmigo, pero lo paso mal psicológicamente, porque da asco, es duro en la cabeza... Solo lo hago por el dinero», reitera. Todas coinciden en eso mismo y tienen «trucos» para sobrellevarlo. Carlota bebe y María se imagina que está «con un chico que me gusta».
¿Pero por qué no te buscas un trabajo 'normal'? «Porque gano más que estando trece horas en otros sitios por mil euros al mes». Todas ellas han trabajado en algún momento en locales de hostelería, sobre todo nocturna, apenas tienen estudios más allá de la Secundaria y comparten bagajes vitales cuando menos complicados. Sin demanda, sus ingresos no serían los que son.
La trata
Pero las hay que también han vivido la lacra de la trata de seres humanos con fines de explotación sexual. Es el caso de Helena, la cuarta de las trabajadoras sexuales del piso del centro. Llegó a España desde Latinoamérica hace más de una década, «engañada» por una mujer de su país de origen que le ofreció un supuesto trabajo en un hotel por 2.000 euros al mes. Cuando llegó, se encontró con «un bajo de dos habitaciones en el que vivían nueve chicas» y con un hombre que le dijo que «esto no es un hotel, es un piso de putas». Dormían «en literas» en un salón «muy pequeño» y «me obligaban a prostituirme por dos comidas al día, porque todo el dinero que ganaban me lo quitaban para pagar la deuda». Se refiere a los presuntos 5.000 euros que sus explotadores le decían que habían gastado en su billete de avión a España y que les debía devolver. No tenía papeles, «me quitaron el pasaporte nada más llegar». Al final, después de un año en esas condiciones, y tras una redada que acabó con sus captores procesados como cabecillas de una red de trata mayor, terminó como «testigo protegido», logrando la nacionalidad española, casándose y teniendo un hijo con uno de sus antiguos clientes. Su caso acaparó titulares hace más de diez años.
Ahora se ha divorciado y ha vuelto a prostituirse.