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Lunes, 28 de abril. 12 horas y 33 minutos. España se va a negro, pero inicialmente todos pensamos que el apagón era un corte ... de luz en el entorno inmediato. Tranquilidad. La red telefónica no se había caído, aún, y en los minutos siguientes se fue sabiendo que no era el edificio o la tienda en la que uno estaba, sino todo su pueblo, su ciudad, toda Asturias. Cierta alarma tranquila se iba apoderando de todos, hasta que algún mensaje de whatsapp empezaba a hablar de una caída general en el país, y se desató el miedo latente. Comenzaron ahí las especulaciones y la inflación de las noticias y, sobre todo, de los rumores.
Quien más, quien menos pensó en 'hackers' internacionales que habían hecho caer las redes eléctricas europeas como un primer paso para una invasión, o un bombardeo nuclear, a manos del 'malo oficial' de nuestros tiempos, Vladimir Putin. Paradójicamente, los nervios no llevaron al pánico generalizado –ese que en las películas se invoca para no dar explicaciones a la población–, sino a una manifestación generalizada de civismo y de buen criterio, con pocas excepciones.
¿Por qué? El exdecano de la Facultad de Psicología de Oviedo Juan Carlos Núñez alude a la todavía reciente experiencia de un fenómeno tan distópico como la pandemia de covid, que «nos preparó para afrontar situaciones como la que supuso el apagón. La covid nos expuso a desafíos emocionales crecientes, en los que no sabíamos si íbamos a morir, y poco a poco casi todos pudimos desarrollar estrategias de adaptación, aunque unos más que otros».
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Aunque la alarma principal ha pasado, la sensación de que se puede repetir persiste. En todo caso, Núñez apunta que el lunes pasado «no sabíamos lo que podía durar el apagón, y pasamos horas sin saberlo». Esa «incertidumbre», según corroboran otros psicólogos, como José Carlos Loredo, «es lo peor. En una situación mental como la que tenemos tras la pandemia y por lo que ha generado la guerra de Ucrania, se disparan las especulaciones. Estar incomunicados y que el Gobierno tardase en dar explicaciones hacía que nadie supiera si era una avería a gran escala o si nos íbamos a enterar de que caía una bomba atómica a 300 kilómetros solo cuando llegase la onda expansiva».
Núñez anota que «habría hecho falta una comunicación más activa por parte de los responsables públicos», de la misma forma que «es muy importante el darnos apoyo unos a otros, algo que se ve más en los pueblos que en las ciudades. Ese apoyo social, a veces una mera palabra de ánimo, es mucho más relevante de lo que pueda parecer». Respecto a la comunicación por parte de las autoridades a los ciudadanos, Loredo, gijonés que trabaja en la UNED en Madrid, indicó que «el alcalde dio muy pronto criterios claros para que la población afrontase el apagón, y eso ayudó mucho a actuar en consonancia con la situación», tanto por las instrucciones, sencillas, como no moverse del sitio en el que se estaba si no era imprescindible ni generar desabastecimientos con compras compulsivas, como por la llamada a la calma y la confirmación a la población de que los responsables políticos estaban trabajando en solventar la situación, contribuyendo así a minorar la incertidumbre.
De la misma forma que de cómo los ciudadanos afrontaron en su día la pandemia de covid y su larga duración se pudieron extraer consecuencias positivas, como señala Núñez, de la experiencia del pasado lunes también se pueden sacar algunas conclusiones. Loredo indica que en ambos casos «se nos muestra que la vida cotidiana depende de estructuras que damos por supuestas y que, si fallan, nos sitúan en un mundo distópico al que hay que adaptarse con rapidez». Añade que «lo del lunes fue una lección de realismo político. La gestión de la energía es la parte mollar de la actividad política».
También anota este psicólogo gijonés que en situaciones como la de la covid y la del apagón «se distorsiona la percepción que tenemos del tiempo, y dejamos de calcular bien el momento en que suceden unas cosas o hemos hecho otras, algo que fue especialmente notorio durante los confinamientos, que fueron una demostración más de que el tiempo psicológico, o la percepción del tiempo, no equivale al tiempo físico y real».
Por su parte, Núñez precisa que «las sensaciones contradictoriamente agradables que algunas personas perciben en momentos como el confinamiento o durante el apagón son, en la mayoría de casos, una forma de afrontar el estrés que nos genera la situación general» y «no responden, en principio, a ninguna patología. Al contrario».
Señala, por otro lado, que en otros notorios acontecimientos de este siglo (el 11-S, el 11-M, el tsunami del Sudeste asiático, el gran terremoto de Japón y su crisis atómica de la central de Fukushima) «nos parecía imposible que muriesen 3.000 personas en un día, como ocurrió el 11-S, pero luego, durante la pandemia, morían 3.000 personas al día en España y lo asimilábamos como algo normal», algo que se explica porque «somos capaces de adaptarnos a situaciones muy graves». Siempre, precisa Loredo, que evitemos el riesgo de «despersonalización» y anulación ética que sufrieron las víctimas de horrores como los campos de concentración.
Y si a usted le preocupa por qué le gustan las películas de grandes catástrofes, sepa que «esto tiene raíces históricas, en fenómenos reiterados como el milenarismo del año 1000, el de Joaquín de Fiore de 1260, el fin de la historia que preconizaba el marxismo o el Apocalipsis de la Biblia. Y ese interés, en el siglo XX, se intensificó durante la Guerra Fría».
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