El cementerio de Banduxu, en Proaza, adornado estos días por la fiesta de Todos los Santos. M. Rojo

Banduxu, la aldea de las veintisiete tumbas

Como cada año, los vecinos de Banduxu, en Proaza, decoran con flores el cementerio, en el que cuando alguien muere ocupa el lugar del enterrado más antiguo

Miguel Rojo

Gijón

Viernes, 31 de octubre 2025, 06:21

Los blasones de las familias Miranda, Bandujo y Tuñón vigilan desde lo alto de la torre circular del pueblo un territorio en el que pinos, ... castaños, hayas y robles ganan poco a poco la batalla a las praderas de esta loma oculta entre las montañas de Proaza. Banduxu (o Bandujo, Vandugio en la Edad Media) –una pequeña aldea en la que el tiempo, les aseguro, pasa más lentamente– muestra al cielo, como cada año por estas fechas, sus coloridas tumbas con motivo de la festividad de Todos los Santos. Sobre su tierra oscura, como manda la tradición desde hace siglos, echan una capa de borra de café para hacerla casi negra sobre la que se colocan pétalos y flores, dando forma a cuidados motivos geométricos. Así se ha hecho siempre, ya no hay nadie vivo que recuerde cuándo empezó la tradición.

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Todas las tumbas –sean de ricos, de pobres, de nobles o bastardos– se decoran por igual, aunque ya no quede familiar que llore al difunto que la ocupa. Porque en esta aldea, a la hora de morir, son más iguales aún que en el resto del mundo. Son 27 las tumbas del minúsculo cementerio, todas sin lápida, y reciben a su huésped directamente en la tierra. Cuando alguien muere en el pueblo –o en el cercano lugar de Falgueras–, su cuerpo ocupa el lugar del que descansaba en el enterramiento más antiguo, adonde es trasladado dentro de un ataúd también comunitario. Los restos del anterior inquilino se unen a los de las decenas, quizá cientos, puede que miles que le precedieron para hacer espacio al vecino por el que en el pueblo lloran los que aún están vivos. Una placa a los pies de una pequeña cruz se encarga de recordar el nombre del difunto durante el tiempo –entre cincuenta y setenta años es la media– que pasa en la tumba. Cuando otro la ocupa, la placa también cambia. Y así, al menos, desde el año 912. Las gentes de un pueblo, unidas a él a través de la tierra, desde hace más de once siglos.

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