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El reloj de la Escalerona se quedó congelado poco después de las doce y media. Dos horas después, en la calle había dudas, incertidumbre y falta de información, pero a plena luz del día todavía había establecimientos dando servicio y atendiendo las demandas de una población que salió a la calle en busca de lo que, en ese momento, consideró que era primera necesidad. Velas, pilas, camping gas y, por supuesto, comida, pues el apagón nos dejó sin energía, pero no sin hambre.
No funcionaban los datáfonos, así que muchos negocios tuvieron que echar temporalmente la persiana. En la calle Marqués de San Esteban, la dependienta de un kiosko salía a anunciar a los viandantes que, mediante pagos en efectivo, todavía podía atenderles. Lo hacían también un poco más adelante en uno de los bazares que suministraba velas, pilas y baterías externas para dispositivos electrónicos. A las puertas, un cliente mostraba preocupación por la falta de información y contaba que su intención al llegar a casa era recuperar un viejo transistor para, por lo menos, poder escuchar la radio, pues ya no recibía mensajes en su teléfono y tampoco tenía conexión a internet.
Dentro del bazar, la tónica era clara: las personas hacían acopio de velas –de todos los tamaños y formas– y pilas para poder cargar radios, linternas, relojes, despertadores o aparatos antiguos que todavía no dependían de la red. Allí encontramos rostros de preocupación, incertidumbre y señalamientos a posibles culpables: «Yo pienso que esto viene de Putin», exclamaba una mujer.
Los supermercados estaban cerrados, como también los bancos y muchos comercios, así que los pequeños establecimientos que todavía ofrecían comida –tiendas de ultramarinos y comercios de barrio– tenían largas colas a la espera de adquirir productos no perecederos o que no necesitasen cocinado. «Se ha agotado el pan», empezaba a correr la voz, a eso de las 14.30 horas, entre quienes esperaban en una larga fila a las puertas de una céntrica panadería.
La movilidad también fue una de las grandes preocupaciones, pues con los semáforos apagados y los trenes cortados, fueron muchos los pasajeros que no consiguieron llegar a sus destinos. Estaba a pleno rendimiento, sin embargo, la estación de autobuses. Allí, la situación estaba descontrolada, pues en ausencia de sistemas informáticos, los viajes de larga distancia no podían seguir vendiendo billetes. Una mujer, consternada, contaba que debía regresar desde Gijón hasta León, donde estaba su marido enfermo, y que como no podía comprar un billete de autobús, su única alternativa era coger un taxi, que le ofreció una tarifa de 200 euros por la carrera. Sin otra opción, no le quedó más remedio que aceptar este viaje.
Por supuesto, a pie de calle se encontraban también cuerpos de policía y de bomberos que se encargaron, principalmente, de rescatar a los ciudadanos atrapados en ascensores. Esa era la prioridad, aunque también recibían llamadas por problemas como los que se dieron en algunos portales que, con sistemas de puertas eléctricos, habían quedado bloqueados, como el de la calle Cangas de Onís, 9, que durante horas tuvo a todos sus habitantes aguardando en la calle a una solución para poder regresar a sus hogares.
Había confusión también en las farmacias. En la de Luaces, en el Seis de Agosto, su farmacéutico explicaba que no podían dejar a los pacientes sin su medicación, así que hacían uso del sistema antiguo de recetas para poder continuar dando servicio. El tema de los cobros era más complicado, pues no todos los clientes disponían de dinero en efectivo. En esos casos, apuntaron su número de teléfono para arreglarlo cuando se pueda. Lo importante ayer era que todo el mundo estuviera bien.
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