Elena Suero
Directora del Albergue Covadonga. Licenciada en ADE y campeona de gimnasia rítmica, se ha hecho cargo recientemente de la dirección de la imprescindible fundación gijonesa
A Elena Suero nadie le facilitó un libro de instrucciones cuando llegó al mundo, en Gijón, en 1980, pero sin que se conozca muy bien la razón, traía consigo, instalado de serie, un inquebrantable sentido de la responsabilidad y una voluntad que iba a ser la seña de identidad y la herramienta imprescindible para poner en marcha la maquinaria esa de la vida.
Elena, la menor de dos hermanas, aprendió enseguida dos lecciones que aunque entonces no lo supiera, iban a marcar su existencia y se iban a convertir en el eje sobre el que girarían sus decisiones: por un lado, la disciplina que abrazó desde el momento en que decidió dedicarse a la gimnasia rítmica (fue campeona de España de Aro), las horas de entrenamiento, la alimentación, el sacrificio y eso de tener que prescindir de los planes con amigas en la adolescencia, con los ojos siempre puestos en una marca, en una competición. Por otro, contemplar la vida con una vocación de servicio a los demás que le venía de la profesión de policía de su padre y su contacto con las historias complicadas de la gente.
Ahora, en su mirada hay un mapamundi de conocimiento humano y cuando sonríe, que lo hace con frecuencia, engarzada en esa sonrisa habita el latido de muchas vidas tan diferentes, tan marcadas por circunstancias que a pesar de lo ajenas que podrían resultar, permanecen ancladas a la condición humana, común y compartida.
Para que esto llegara a ser así, para que Elena Suero lleve consigo ese equipaje de humanidad, fue imprescindible obedecer a la necesidad imperiosa de abrir horizontes: salir de Gijón una vez terminados los estudios universitarios de ADE, afianzando conocimientos de idioma en Edimburgo, dando un salto a Finlandia después y, ya puestos, como el mundo resultaba ser en la práctica tan ancho y ajeno como decía aquel, el continente africano se presentó ante ella como un libro abierto de conocimiento infinito. Así, inmersa en la Cooperación Internacional vivió primero en Namibia y después en Mozambique, descubriendo paisajes infinitos y personas con sus historias a cuestas, siempre enhebrando proyectos y trabajando con entusiasmo. Y sin embargo, esa comunión inquebrantable con los lugares no borró ni por un instante a Gijón de la memoria y de la presencia, hasta el punto de hacer un paréntesis y retornar para dar a luz aquí a sus dos hijos.
Ese proyecto familiar los decidió a, tras otra estancia en Filipinas, instalarse finalmente en Gijón con el deseo de que los niños tuvieran raíces y sentimiento de pertenencia a una tribu que para ella siempre fue fundamental, y la posibilidad de seguir trabajando en proyectos con Cruz Roja como ya había hecho en su estancia en otros países.
Fue precisamente a través de Cruz Roja como estuvo en contacto directo con las repercusiones que tuvo la pandemia con los más débiles que se concretó en el Pabellón de la Tejerona. Para entonces a Elena todo lo relacionado con el sinhogarismo ya le había tocado el corazón lo suficiente como para dedicarle sus energías y su conocimiento. Y de ahí, con esa mochila de impenitente viajera, de conocimiento, experiencia en tejer comunidad y entender fragilidades, la capacidad de gestión y la resolución, la eficiencia como seña de identidad de quien ha hecho de la voluntad, el esfuerzo y la cabezonería para conseguir aquello que se propone, dio el paso a dirigir el Albergue Covadonga y a enfrentar los retos que estos tiempos de desarraigo y de precariedad, de soledades infinitas y necesidad traen consigo.
Hay una ventana abierta a la esperanza en la mirada de Elena Suero: la certeza que habita en la decisión firme de que es posible construir, tender puentes, transformar el modelo asistencial humanizando espacios, favorecer la implicación de toda la sociedad en una situación que, y esto es algo que a Elena le sorprendió a pesar de su amplia experiencia, no puede ser ajeno a nadie: nunca sabe uno de qué lado puede caer la moneda que determina que una vida sea lo que uno siempre creyó que sería o ese desastre de desdichas encadenadas que ni en las peores pesadillas se nos había ocurrido.