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Fernando Caicoya nació en Somió en 1926. Su más lejano recuerdo es ir al colegio cerca de la iglesia, frente al Somió Park. «En invierno ... llovía mucho e íbamos en madreñas, que dejábamos en un rincón junto a la entrada. La profesora era muy buena. Nos enseñaba a cantar, a escribir bien, a pronunciar... Yo la quería mucho». Tan buena era que el día de su cumpleaños organizaba una gran fiesta en su propia casa, donde había una finca muy grande. «Recitábamos poesía y nos daba un pastel (entonces no había confiterías) tipo pionono y un chupito de vino de moscatel. Nosotros, a su vez, le hacíamos un regalo».
Eva Acebal nació en Gijón en 1930. «Fui hija única, nieta única y sobrina única durante trece años. Sé que lloré un año seguido sin parar. Eché de menos tener hermanos (luego tendría diez hijos), pero tuve una infancia feliz. Vivía en la calle Caveda y mi abuelo tenía una finca en La Coría, adonde subíamos a jugar los primos. Fui a las Ursulinas. Solo tenías libre un domingo al mes y eso si sacabas buenas notas. Con 13 años conocí al que iba ser mi marido; él tenía 16. Nos hicimos novios y aquello fue un drama en toda regla. La directora llamó a casa y me sacaron del colegio».
A Janel Cuesta le nacieron en Noreña, en casa de sus abuelos, en 1933. A los tres días ya estaba en Gijón, en el piso familiar de Schulz 6. Su más lejano recuerdo es ir al oculista, con dos o tres años, al doctor Balbuena. «Yo era rubio de ojos azules y me dijo: 'No hay roxu bueno'». Su primer colegio fue el Asilo Pola, actual Museo Piñole. «Con 3 o 4 años iba caminando solo cada mañana y luego, al salir de clase, a jugar a la peonza al parque infantil». Añade un detalle: «Aprendí la tabla de multiplicar cantando. Era lo que se llevaba». Lo dice y lo ilustra: «Dos por dos, cuatro. Dos por tres, seis...», canturrea.
El encuentro de estos tres gijoneses de privilegiada memoria lo organiza EL COMERCIO y tiene lugar, por cortesía de este último, en el despacho de Janel Cuesta, repleto de carpetas, álbumes de fotos, retratos y copas. Hay mucha historia de Gijón (y del Sporting) en este templo donde Janel pasa sus tardes escribiendo. En esta cita se contraponen los recuerdos de tres personas que rozan, grosso modo, los tres siglos de vida. Janel y Eva ya se conocían. «Todo el mundo estuvo siempre de acuerdo en que Eva Acebal fue la mujer más guapa de Gijón», resalta él enseguida. Cuando se encuentran con Fernando, el patriarca del grupo, se reconocen como miembros de un pasado común. «Entonces en Gijón nos conocíamonos todos». Mónica Yugueros, jefa del área Audiovisual del periódico, conduce la conversación. Pero con ánimo de dejarla fluir sola. La primera pregunta es por la venida al mundo. Entonces todos nacían en casa. Precisa Eva que también lo hicieron incluso varios de sus hijos. La segunda es por la infancia, el colegio y el modo de divertirse.
Caicoya era el mayor de tres hermanos. En 1933 su padre falleció con 33 años. La madre tenía 28 y él, 7. A esa edad, cuando no había ni Seguridad Social ni pensiones –«eso llegó en 1942», recuerda– la familia quedó «entre el cielo y el suelo» y él se convirtió en el hombre de la casa, aunque pronto serían acogidos por los abuelos. Vivían en la planta baja de una casa de Somió, cuando la parroquia estaba llena de caleyas sin asfaltar que se convertían en auténticos ríos cuando llovía. Con las heladas matinales, camino del cole, disfrutaba rompiendo los cristales de la escarcha con sus botas y, llegada la primavera, se quedaba ensimismado con las flores de los setos. «Miraba las margaritas y me sorprendía cómo podían ser tan iguales todos los pétalos. También a veces salía con amigos a moras y hacíamos vino».
Eva disfrutó mucho jugando en Begoña «a la rasa» (cascayu) y a la comba, y a veces iba a comprar chuches a La Puerta del Sol, adonde volvería ya casada y reconocieron en ella a aquella niña tan guapa de antaño que entraba al histórico comercio con su madre. Los fines de semana en La Coría, en la finca del abuelo, constituyen su segundo hito. Y el tercero, que ilumina su mirada, eran «los viajes en tranvía a Somió, que eran una fiesta». En verano, le adosaban una jardinera (con bancos, techo y descubierta por sus laterales) y el mero hecho de ir en ella se convertía en un jolgorio absoluto. «Iba con mi madre, sus amigas y compañeras de colegio, y era divertidísimo. Más adelante iría también con mis hijos y lo pasábamos bomba. De hecho, cuando la quitaron me sentó fatal», anota.
En uno de esos viajes, una vez en el Somió Park, se le acercó un chaval de 16 años en bicicleta. Aún no sabía que iba a ser el padre de sus diez hijos. «Me pidió aguja e hilo porque se había roto el pantalón y yo salí corriendo». Del éxito del tranvía dan cuenta también sus contertulios. «Cuando pusieron los autobuses, un día vi pasar a mis padres montados en el tranvía para Somió. De noche, en casa, les pregunté por qué no iban en autobús y me dijeron: 'Es que llega demasiado rápido'», ríe Janel.
El 'benjamín' del grupo añade una singular estampa de los juegos de niños. «Lo que hoy es la fuente posterior a la calle del 17 de Agosto era una plaza sin coches. Allí los niños organizaban corridas de toros de madera y las niñas sacaban las sillas de casa para verlos. La calle era de los niños».
Fernando Caicoya empezó a trabajar de botones, en Duro Felguera, a los 13 años, y sus viajes en el tranvía fueron entonces laborales y, además, en sentido inverso a los de Eva y Janel. En el primero de la mañana llenaban la jardinera mujeres que iban al mercado con la mercancía apilada en grandes cestos que llamaban goxas. Los famosos tomates, verduras, frutas, fabes, maíz... El viaje en el tiempo se adentra en el período laboral después de que Fernando deje constancia de su paso por el colegio que abrieron los agustinos en la calle Cabrales, adonde iban solo burgueses, «pero por cada dos plazas de pago había una gratuita por recomendación y tuve la suerte de ser uno de los elegidos».
Otra suerte para él fue entrar en Duro Felguera y trabajar toda una vida en la segunda planta del conocido como edificio Urquijo, hoy Space, sede de EL COMERCIO, donde además del sueldo recibía 300 kilos de carbón al mes en un tiempo en que en las casas se hacía la comida en cocina de carbón. Siendo botones, su tenacidad le llevó a estudiar Perito Mercantil entre horas, algunas veces en las idas y venidas del tranvía mañana y tarde. Cuando cuenta esto Fernando, Janel y Eva saltan al unísono. Ambos estudiaron lo mismo y, al igual que él, lo hicieron por libre tras matricularse en la Escuela de Comercio. Con 12 años, Janel ya repartía telegramas para Correos. Luego acabó siendo bancario y mientras trabajaba en Oviedo, con treintaipico años, iba por la tarde a la facultad a estudiar Derecho. «Entonces supe lo útil que había sido todo lo que me enseñaron en el San Eutiquio, aquellas clases que nos dieron de derecho mercantil y contabilidad y que luego me sirvieron a mí para enseñar a mis compañeros. Lo del San Eutiquio nunca lo olvidaré. Éramos 52 en clase. Al acabar salíamos todos en fila hasta el Campo Valdés, allí tocaban el silbato y rompíamos filas».
La madre y la tía de Eva ya se habían titulado como Perito Mercantil a principios de siglo. «Mi abuelo era un marino donostiarra muy adelantado», arguye. Y ella no iba a ser menos. Los tres contertulios empiezan a enumerar nombres de profesores: Ponga, Peribáñez, Alfredo Valdés, Jesús Amandi... «El único que me suspendió fue Peribáñez», repite Eva. Al final, se tituló. Se casó y no ejerció, pero sí trabajaría con los años en la asesoría de su marido, Falo Friera.
De los duros inicios en la vida recuerdan todos las colas con las cartillas de racionamiento en la postguerra. A Fernando le tocaba guardarlas de niño con un hermano «de seis a diez de la mañana» en espera del necesario sustento para el día. Con algo más edad, los tres disfrutaron del ocio gijonés. No solo del tranvía rumbo al Somió Park. También de las numerosas verbenas que tenían lugar en Gijón.
Lo primero que rememora Fernando son los paseos por el Muro en verano y la calle Corrida en invierno «para pasear y de paso refrescar de la que ibas y venías». Pero en lo que más incide es en las verbenas que se celebraban en el Parque Japonés, una amplia finca que ocupaba desde la Plaza Europa hasta la calle Asturias. Allí había baile y, también, control. «Un ordenanza ejercía de vigilante en las verbenas. Llevaba una varilla de esas de guiar los carros y si veía una pareja bailando muy junta se aproximaba y les pasaba la vara por el medio para ver que no tenía ningún 'tropiezo'. Así que las parejas decían en ocasiones 'sepárate, sepárate, que viene el de la vara'», ríe la anécdota.
Janel hace especial hincapié en el Festival Costa Verde que se celebraba en el Náutico en pleno verano con asistencia de los mejores cantantes del momento. Lo organizaban Tato Campomanes y Fernando Sierra y se promocionaba a través de la radio (entonces no había televisión). «Una vez, en la primera noche del festival llovía a cántaros y Tato Campomanes estaba detrás del locutor presionándole para conseguir que la gente fuera igualmente. 'Ni se te ocurra decir que llueve', le advertía». Por ahí pasaron Los Tres de Castilla, Mari Carmen y sus Muñecos, Concha Velasco, cantantes italianos de la época...». Eva añade el nivel de la Sala Acapulco, donde se pudo ver a Machín, Luis Mariano, Raphael... «Yo en el Náutico llegué a bailar con una amiga antes de casarme», apunta Janel. A Eva no le salen las cuentas. «¿Pero a qué edad te casaste tú?». «Con 40 años». «¡Ah! Yo con 21».
Eva, discreta, no abunda en detalles de su boda. Pero Janel los destapa, como ya hiciera en su momento en su sección 'De Somió a Cimadevilla' en EL COMERCIO. «Mira, la boda de Eva con Falo Friera fue un acontecimiento en Gijón, como si se casaran hoy dos famosos. Fue en San Lorenzo. Ella era la más guapa y él era muy buen mozo, educado y un excelente nadador cuando los que nadábamos éramos figuras como los futbolistas hoy. Luego yo siempre la recordaré en la piscina del Grupo Covadonga con sus hijos alrededor», rememora. Aunque nadar, apostilla, a veces tuvo sus riesgos. Como aquel día en San Lorenzo en el cual, acalorado, Janel se quitó los tirantes del bañador. Al salir del agua le esperaban dos guardias para ponerle una multa de cinco pesetas. Ahora bien, él, pícaro, les dio una dirección falsa.
El tiempo se agota. La tertulia ha sido prolífica. Y los tres grandes protagonistas del encuentro se despiden afectuosos dejando abierta la posibilidad de una nueva cita. Flota en el ambiente otro Gijón, otro siglo, otro tiempo. ¿Mejor? ¿Peor? Diferente.
Los recuerdos de la guerra civil son descarnados, crudos, violentos. «En una guerra entre hermanos las cosas son así», lamenta Eva. Nada más producirse el levantamiento, el 18 de julio de 1936, se suceden los crímenes en Somió. «Yo tenía 10 años e iba a asistir a la comunión de mi hermano en San Julián. 'No va a haber procesión porque empezó la guerra', nos dijeron. Al día siguiente habían quemado la iglesia y habían matado ya a no sé quién y a no sé quién más. En La Peñuca había una mujer muy mala, 'la Pedrola', con mono y fusil, que iba con unos milicianos casa por casa a por los cabezas de familia. A los que cogían, un tiro y los arrojaban al mar por los acantilados de La Providencia. Yo un día jugaba por donde La Pipa. Allí había un bar y una furgoneta aparcada, miré atrás y había cuatro cadáveres». El relato de Fernando Caicoya estremece. Cuando iban a llegar los nacionales, 'la Pedrola' se llevó a sus tres hijos a El Musel para mandarlos a Rusia, «pero al llegar de vuelta a casa se los encontró allí. Habían escapado». El relato acaba con la entrada de las tropas de Franco. «Vi cómo se la llevaban y también ella desapareció». En casa de Janel estaban dos tíos: Eladio, de extrema izquierda, y Mauricio, sacerdote. En los primeros días de la guerra, Eladio protegía al cura, pero en una ocasión en que no estaba en casa llegaron los milicianos y lo fusilaron. Al cambiar las tornas, fue Eladio el desaparecido. Al estallar la guerra, recuerda Janel, iban casa por casa dos milicianos armados y dos con sacos para requisar todo lo que hubiera de valor. De su casa se llevaron la radio, la máquina de escribir y unos prismáticos. «No tenían dónde meterlo todo y lo apilaron en un prao junto al Ferrocarril de Langreo, donde trabajaba mi padre. Así que un día fue él y cogió una radio más grande que la que tenía. Luego, al llegar los nacionales, a la mañana siguiente, apareció la zona del Piles llena de radios, relojes, cubertería... de la gente del Frente Popular que se lo había quedado y tenía miedo de que lo hallasen en sus casas». Cuando empezaban los bombardeos, en plena guerra, la familia de Eva Acebal se refugiaba en la finca familiar de La Coría. Tomaron la costumbre de encaminarse allá a las cinco de la mañana antes del amanecer. Un día les pilló la aviación y bajaron corriendo a la vereda del Piles a ocultarse bajo los matos. Cuando empezaron los bombardeos del 'Cervera' desde el mar, Eva los presenciaba desde la galería de la casa de campo. «Veías pasar los obuses hacia el Pico del Sol y mi padre se asustó. Un día se van a desviar un poco y nos van a dar de pleno». Dejaron de ir. En este drama fratricida ponía la nota humorística Arturo Fernández, amigo y vecino de Janel. «Era el más gallu del barrio y después de los bombardeos, cuando sonaba la sirena y salíamos de los refugios aparecía Arturo con fresas o con castañas mayucas y decía que las habían arrojado los aviones. No sé de dónde lo sacaba».
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