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ARNALDO GARCÍA
Nacho Morán y Rosa Rodríguez

Nacho Morán y Rosa Rodríguez

Mundo Sonoro. Ubicada en la Plazuela, es la última tienda de discos de Gijón, y cerrará en septiembre. Sus dueños son leyenda viva de la producción y promoción de la música en Asturias

Domingo, 20 de abril 2025, 02:00

Seguro que ellos nunca lo sabrán, pero dos cantautores tan desconocidas para el gran público como Loggins and Messina fueron los responsables de que esta historia se escribiera del modo en que lo hizo.

Era verano, y Rosa, a punto de cumplir los dieciocho aquel agosto, volvía de la playa con una amiga y a las dos les dio por entrar en un pub que estaba abriendo en ese momento. No sabía entonces, ni se imaginaba siquiera, que aquel señor, el dueño, con un traje de rayas y que por entonces le parecía tan mayor, estaba a punto de convertirse en el compañero de toda su vida. Sin embargo, parece que Nacho Morán lo supo enseguida, porque fue verla —tan claros los ojos y el pelo, y sobre todo, que se acercara a preguntarle qué canción era aquella que estaba sonando— para que la certeza anidara para siempre en la cadencia de las voces de Loggins and Messina.

Los dos nacieron en Gijón, Nacho en 1948 y Rosa once años más tarde. En el caso de Nacho, la infancia transcurrió en La Felguera hasta el bachillerato, pero Gijón siempre estuvo presente. Rosa, alumna de la Asunción, comenzó a trabajar en Paidea, la primera guardería que hubo en Gijón, y más tarde en Donald, como puericultora. Entre tanto, Nacho, buen estudiante y por naturaleza inquieto, iniciaba aventuras empresariales, recorría buena parte del mundo y alimentaba sus sueños escuchando mucha música, incluso haciendo pinitos, cuenta entre risas que con poco éxito, con la batería.

En ambos habitaba desde siempre un espíritu de rebeldía que aún pervive en su forma de entender la vida y de mirar de frente los días según van llegando. Ese ánimo los ha llevado a pelear hombro con hombro con las dificultades, a alimentar los sueños compartidos y a hacer de la existencia una permanente pasión por la música y por la vida.

No solo es el rostro de cada uno de ellos el que guarda la memoria de los días y de las batallas, el testigo de las risas, de los aciertos y de las dudas. Es también, y sobre todo, la actitud: esa complicidad que se manifiesta en las manos de Nacho sobre los hombros de Rosa, la confirmación de lo perdurable de las emociones y de los días compartidos, al compás de todas las músicas del mundo. Mientras Nacho imaginaba nuevos caminos para llevar los ritmos y las melodías a más gente, Rosa se sumergía en las páginas de montones de libros sobre la música y su historia, y se hacía experta en cualquier género, en cualquier intérprete, en cualquier estilo.

Es también el gesto: los ojos que mantienen la ilusión de las primeras veces, la mirada que muestra y atesora un tiempo de evolución discográfica, de cambios en la escena musical, de formatos cambiantes. Y la historia va desde el Museo del Disco en San Agustín hasta su actual ubicación en la Plazuela, que pronto echará el cierre. Porque, con la jubilación —primero la de Nacho y ahora la de Rosa— desaparece el alma que da aliento a un espacio en el que tiene su lugar la música asturiana y los géneros de siempre.

Y no se acaba ahí: representación, noches como dj, management, el inolvidable sello Piraña, la iniciativa constante, y en el aire, sonando siempre canciones, ritmos, melodías.

Dice Rosa que todas las personas, cuando escarban un poco en su memoria, tienen una historia para ser contada, y no le falta razón. La historia de Nacho Morán y Rosa Rodríguez podría escribirse en un microsurco interminable de ilusiones, amor, pasión por el trabajo, familia, convicciones personales, esfuerzo y batalla. Y también de miles de anécdotas divertidas y momentos hilarantes que piden a gritos ser contados, y que ahora, con la jubilación —y si el huerto lo permite— tal vez encuentren acomodo en las páginas que empiezan a habitar la voluntad de esta pareja.

Y en la banda sonora de esa memoria, sin ningún tipo de duda, unos muchachos estadounidenses de pelos largos, Loggins and Messina, estarían guiñándole un ojo al tiempo mientras suena A Love Song, y nadie en aquel pub gijonés de la avenida de Castilla sabe entonces que se está escribiendo el prólogo de una historia de amor para la eternidad.

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