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En los planes de un recién nacido llamado Pablo, allá por 1973, seguramente no estaba la opción de ver transcurrir su vida en una ciudad ... con mar. Había aterrizado en este mundo en Madrid, en el seno de una familia en la que el arte era un miembro más, presente siempre, en conversaciones, objetos y hasta decisiones. Y fue una de esas decisiones familiares, la del padre, el escultor Guillermo Basagoiti, la que precisamente cambiaría la vida madrileña por Gijón, el mar y haría del Museo Evaristo Valle un segundo hogar en el que se mezcla entusiasmo, profesionalidad y emoción artística. Aunque con idas y venidas y estancias temporales, porque su padre se hizo cargo de la dirección artística del museo pero la familia seguía instalada en Madrid, Pablo Basagoiti terminó de instalarse definitivamente en Gijón en los ochenta. Alumno de bachillerato en la Laboral, se decantó por titularse en Empresariales, concretamente en Marketing, pero en paralelo, alimentada por el ambiente familiar, la presencia continua de artistas en conversaciones y encuentros, lo que él considera enorme privilegio de compartir tiempo con artistas, y charlar con Rubio Camín, o Pablo Maojo, o tantos otros, había ido creciendo esa vocación hecha de luces, volúmenes, emoción y sobre todo mirada.
Aunque el parecido es notable entre los miembros de la familia (el padre, su hermano mayor, Guillermo, también escultor, y él mismo) y hay una afinidad de barba como seña de identidad, de sonrisa atrincherada y de ojos también parapetados por los cristales de las gafas, en Pablo se singulariza y se acentúa más el aspecto de universitario a perpetuidad, con toda la juventud agazapada en la forma en que mira, escribiendo en el aire preguntas que convertirá en imágenes, tamizando luces y sombras. Dueño de una sensibilidad que el ambiente y esa mezcla con nostalgias de palmeras y caribe, de acentos y luminiscencias que le viene en la sangre por el lado de una madre cubana, encontró en la fotografía, previo paso bastante fugaz por la tradición escultórica familiar, el canal para expresar todo ese mundo que le habitaba y todos los interrogantes que solo encuentran en la imagen, en la alquimia, el instante atrapado con vocación de eternidad.
De sus primeros aprendizajes en los cursos de Fotografía en la Universidad Popular guarda el recuerdo del placer de revelar en blanco y negro y de algún modo recuperar la magia de cuando niño veía a su padre trabajar en el laboratorio que tenían en casa. También una foto que le ensanchó la mirada, tal vez la primera de verdad artística, la que atrapó a través del agujero de una barandilla rota, el mundo fragmentado, la historia sin palabras que se podía contar allí. En esa exploración en busca de la luz y el detalle, de encontrar lo que no se ve, y de expresar lo que las palabras se niegan a decir, su trayectoria artística ha evolucionado pareja a su ocupación museística. La implicación familiar en el maravilloso Museo Fundación Evaristo Valle le ha tenido trabajando como director de comunicación y asumiendo las funciones de director gerente en la actualidad. Con un pequeño y compacto equipo se siente privilegiado por estar en contacto permanente con la expresión artística, con la belleza del propio entorno.
Pablo Basagoiti, que no es capaz de encontrar los límites entre devoción y obligación, indaga permanentemente buscando lo que los ojos no saben ver, inmerso en la sinestesia como forma de viaje plástico en su proyecto de fotografiar la música o de dejar constancia del detalle de las variaciones de nubes y mar frente al horizonte cada mañana a la misma hora.
Y en su mirada de muchacho eterno, que ni el modo en que la barba que se va viendo salpicada de blanco consigue enmascarar, palpita la certeza de que igual las palabras no le bastan, pero siempre tiene el objetivo de una cámara para que la verdad aflore: que el universo más extenso y el más diminuto están ahí, pero hay que saber, a la manera de Harvey Keitel en Smoke, mirarlo todo más despacio.
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