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Pili Álvarez es tan gijonesa y ejerce con orgullo de ello, que para llegar al mundo eligió hacerlo en plena ciudad, porque como otros niños de su época (nació en 1973) su aterrizaje en la vida se produjo en el Sanatorio del Carmen, y aunque entonces no había ninguna razón para presagiar de qué color serían los futuros, algo venía en ella ya que las circunstancias no harían sino confirmar, destinado a ser quien mostrara el camino, quien acompañara en los aprendizajes, quien hiciera siempre lo necesario para pintar con colores imposibles y felices las vidas que comienzan.
Nadie duda de que la infancia, además de ser la única patria que nos pertenece, es también la responsable de construir el adulto que seremos, y la de Pili Álvarez (lo de Pilar se queda para burocracias y oficialidades), dibujó unas líneas claras que la definirían ya para siempre: ese carácter soñador de lectora indomable, esa fortaleza que le proporcionaron las circunstancias, no siempre favorables en tiempos en que la palabra bullying ni siquiera existía y cada uno tenía que encontrar dentro de sí sus propias herramientas. También la existencia de unos limites en todo, empezando por el juego en la frontera cartográfica de su propia calle que le permitía en un salto pasar de El Llano a Contrueces.
Y ese aprendizaje de la infancia ha dejado en su rostro un eco de sonrisas permanentes y una decisión en la mirada en la que se adivina la firmeza, esa solidez de quien sabe entender cuál es el camino y decidir qué hacer con las dudas. También en toda ella, convive la mezcla sabia de las convicciones, el aprendizaje, la personalidad y la ilusión. Así, la melena, en la que la adolescencia se ha confabulado en una feliz simbiosis con el paso del tiempo, así, el entusiasmo que se manifiesta en cada uno de los gestos, parejo a la responsabilidad, así, las palabras en las que se cuela siempre la emoción, para lejos de minimizar, subrayar las certezas y hacerlas invencibles.
Siempre supo que quería ser maestra, y aunque por un momento se dejó tentar por empezar la carrera de Pedagogía, pronto volvió a lo que realmente quería, al Magisterio, a esa vocación de abrir ventanas al conocimiento, de caminar junto a los pequeños en busca de las verdades, de las ideas, de los valores. Y en eso lleva toda su vida profesional, primero contratada en colegios privados, y pronto incorporada a la escuela pública.
La dirección del Colegio Rey Pelayo venía con sorpresa (y no buena) incluida. Apenas unos meses después de acceder y cuando empezaba a poner en marcha las ideas que bullían en esa cabeza suya en permanente burbujeo, el forjado de una de las aulas de Infantil le dio un enorme susto que sería el prólogo de una larga travesía de 770 días de dificultades, de organización, de reuniones y papeles, de obras, decisiones, y de tener a todo el colegio trasladado en otros dos centros. El entusiasmo de la vuelta al cole de todos los niños, superados los trabajos de reparación, no se improvisa: había sinceridad en cada una de las expresiones, verdadera alegría en el confeti, en las pancartas, en las camisetas, en el regreso. Había un orgullo en los niños y en las familias, y eso solo se entiende cuando se conoce el funcionamiento diario de un centro comandado por alguien como Pili Álvarez, fortaleza sólida, de resolutiva imaginación y de un equipo de tres mujeres en una sola ilusión y un solo sueño.
Hay trabajos que se convierten en una vida, tal vez porque ya eran la propia vida antes de ser un trabajo, y en el caso de Pili Álvarez, todo eso se fue alimentando cuando a pesar de las regañinas de su madre por aquello del frío de las baldosas, leía tumbada en el suelo y los sueños se enhebraban en palabras y se construía un edificio (ese sí, a prueba de derrumbes) maravilloso: el de una vocación sin fisuras y una personalidad generosa y alegre, sin aristas.
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