Alma y cuerpo en la ley 'trans'
Se ha quedado obsoleta la pretensión de que las condiciones identitarias den igual para ser ciudadano, esto es, alguien con las mismas oportunidades y con los mismos derechos y obligaciones que cualquiera
Acaballo entre los siglos IV y V, San Agustín buceaba dentro de sí mismo para encontrar lo más real, lo más auténtico: Dios. Suya es ... la idea de que 'in interiore homine habitat veritas'. La verdad, identificada con la divinidad, se halla dentro del alma. Hoy, en una cultura secularizada y psicologizada, ya no buscamos dentro de nosotros a Dios. Cuando practicamos espeleología en nuestra propia subjetividad, lo que pretendemos descubrir es nuestro verdadero yo para depurarlo y afianzarlo. En el colmo de la paradoja, nos buscamos a nosotros mismos dentro de nosotros mismos y decidimos quiénes somos descubriendo quiénes somos. Entran ganas de dar la razón a Chesterton cuando afirmaba que el problema no es dejar de creer en Dios: el problema es que, cuando se deja de creer en Dios, se puede creer en cualquier cosa. Se puede creer que excavando en la propia subjetividad se accede a una roca madre de realidad auténtica y pura que le revela a uno su propia identidad personal, de forma que le sea posible hacerla visible y cultivarla. Se puede creer en la autodeterminación.
Añadamos a la secularización y la psicologización otros dos giros históricos. Uno tiene que ver con el peso que ha venido adquiriendo la identidad sexual desde el siglo XIX merced, entre otras cosas, a la sexología, el psicoanálisis y la regulación estatal de la reproducción, ligada a fenómenos demográficos, económicos y laborales de hondo alcance. Primero la masculinidad y la feminidad, y luego la homosexualidad y otras «identidades de género» -que son virtualmente infinitas-, pasaron a formar parte del núcleo definitorio de cada persona, de la esencia de su alma. Otro giro histórico, más reciente, es el de las políticas de la identidad y del reconocimiento. En ellas la extensión de los derechos civiles se funde con la identificación de grupos discriminados, cuyos miembros ya no parecen ser acreedores de derechos en tanto que individuos, sino en tanto que pertenecientes a tal o cual colectivo. En realidad, es esa pertenencia la que les dota de una identidad personal. Por ejemplo, alguien que se identifica como homosexual descubre en su interior algo que le une a quienes comparten esa condición. Descubre dentro lo que ya estaba fuera.
Y este es el contexto que hace posible la ley 'trans'. Una ley que, en el fondo, se sostiene sobre la base de que el alma puede haber sido introducida en un cuerpo equivocado. Y, ante el conflicto, prevalece el alma, es decir, la decisión del sujeto. A ella se subordina el cuerpo. Lo principal es la autodeterminación, que la comunidad debe aceptar y que el Estado debe amparar y facilitar. De ahí que se considere legítimo -y legal- modificar el cuerpo incluso con mutilaciones, si es que el interesado así lo desea.
Bien es cierto que también cabe interpretar que no es propiamente el cuerpo el que ha sido asignado por error, sino más bien un entorno social que no acepta de buen grado el (cambio de) género del sujeto. De hecho, hay transexuales que no consideran necesario modificar su aspecto corporal, ni siquiera su indumentaria. Al fin y al cabo, ser hombre o mujer -o no binario- es una cuestión psicológica, interior. Es una verdad del alma. Lo único que pretenden es que la sociedad acepte su sentimiento profundo como una verdad que pasa por encima de la apariencia corporal y de lo que los demás crean.
Ahora bien, paradójicamente la necesidad de reconocimiento público de la condición 'trans' es lo que muestra que nadie se autodetermina de veras. Siempre es necesario acudir a un tercero para que la determinación tenga lugar. Por mucho que la identidad de género se suponga inscrita en lo más profundo de la subjetividad, sin reconocimiento objetivo se desvanece como el humo. Lo que uno sienta acerca de sí mismo no existe en ausencia de una comunidad que lo refrende. Por eso se exigen leyes. Por eso se exige que el Estado reconozca -y además lo haga de una forma activa, incluso militante- la verdad subjetiva acerca de la propia identidad, volviéndola así objetiva.
Algunos autores apreciados por la teoría 'queer', al igual que numerosos sociólogos e historiadores de la ciencia, nos han enseñado que lo aparentemente natural no lo es tanto. Para producir lo que damos por supuesto que existe ahí en la realidad, hay que pasar por todo un conglomerado de teorías, conceptos, ideologías, decisiones metodológicas, uso de aparatos, negociaciones, captación de fondos, luchas editoriales, etc. Un cromosoma sexual es real, sin duda, pero porque se ha hecho real a través de todo eso. Y sólo es un segmento de ácido y proteínas. No atesora el secreto de la identidad sexual o de género. Para que esta identidad se dé -y se dé de una determinada manera- hacen falta muchas más cosas: desde pautas de crianza hasta una cultura que reconozca la existencia de determinados sexos, pasando por instituciones científicas, médicas, legales, etc. El sexo-género no se reduce a biología.
Lo curioso es que no se aplique a lo psicológico ese mismo criterio que se aplica -con razón- a lo biológico. La verdad acerca de lo que uno es no reside en el cuerpo. Pero ¿por qué se acepta que reside en el alma? ¿Por qué se supone que uno descubre en el interior de sí mismo su identidad de género y a la vez se rechaza que esa identidad se descubra en los cromosomas?
Sea como sea, parece que se ha vuelto rancia la aspiración a naciones políticas de ciudadanos libres e iguales donde sea irrelevante qué sienta uno acerca de sí mismo o con quién se acueste. Se ha quedado obsoleta la pretensión de que las condiciones identitarias den igual para ser un ciudadano, esto es, alguien con las mismas oportunidades y con los mismos derechos y obligaciones que cualquiera.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión