De cine
Para alguien que la primera vez que fue al cine no quiso salir ya de allí nunca más, es una felicidad sin fisuras volver a ... sentarse ante la pantalla grande y blanca, recién planchada, de una sala a oscuras. La famosa normalidad integra, en mi caso, una vida con entrada al cine. No sé si es afición a la liturgia o falta de vitamina C, pero la oscuridad en compañía de extraños tiene esta paradoja, se siente una bien protegida y tranquila.
De niña me daba igual sentarme cerca de mis hermanos o con butacas de por medio; la sola idea de sumergirme en aquel mundo maravilloso me dejaba extasiada y con la confianza intacta. Los otros no son otros, allí son compañeros de viaje y amigos. Tanto es así que más de una vez me he visto comentando entre susurros alguna cosa con mi vecina de al lado, una perfecta desconocida hasta ese instante. También he compartido palomitas, tengo que reconocer, lo que me sitúa, creo, entre la tontería y el candor.
Desde este viernes, las butacas de varios lugares esperan al espectador con ganas de sentir su peso y su inquietud. El Festival de Gijón abre un menú inabarcable de pequeñas y grandes sorpresas, dejando que una disfrute los días de sala en sala para alumbrar la imaginación o los recodos de la realidad. Es una experiencia que recomiendo porque, durante unos días el experimento de jugar con la luz se torna regalo, alegría y descoloque vital. Sin tiempo para tomarse ni un café se va cabalgando sobre las historias con cierta sensación extraña, pero dulce, que sortea bien los sinsabores de cada día. Una suerte poder echar la tarde o la mañana o todo el tiempo en el cine. Si me acepta un consejo, recétese una pastilla de FICX contra el desasosiego.
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