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El accidente ocurrido unos días atrás en una mina de Degaña vuelve a llenarnos de tristeza cuando ya parecía que este tipo de desgracias empezaban ... a ser injustamente olvidadas. Asturias tiene una larga tradición de accidentes mineros, con muchos centenares de víctimas que pesan sobre nuestras conciencias cuando nos paramos a recordar que perdieron la vida en un durísimo trabajo afrontado para que los demás disfrutásemos y aún disfrutamos de diferentes servicios básicos como es el del confort que proporcionaba la calefacción en el invierno.
No nací ni viví nunca en una cuenca minera, pero sí tuve algunas oportunidades de conocer de cerca el drama de la incertidumbre de los familiares de los mineros durante las horas en que permanecen en las galerías picando o recogiendo el carbón a centenares de metros de profundidad. Durante los últimos años el proceso de eliminar el carbón como combustible básico dejó muchos problemas para los trabajadores que se quedaron sin empleo, pero los accidentes empezaban a disminuir hasta quedarse casi olvidados. Estos días la grave crisis política internacional anticipa la necesidad de recuperar el carbón como garantía para enfrentar las nuevas amenazas.
El riesgo de la minería, que tantos profesionales afrontaron con el mayor peligro para sus vidas, es probable que vuelva a estar presente en nuestra inquietud cotidiana. Ante esa probabilidad, que el accidente causado por un residuo de grisú en la explotación minero de Degaña, aunque parece que no era el carbón el objetivo de la explotación, obliga igualmente a reflexionar y a solidarizarse con el dolor de los familiares por su sufrimiento. Personalmente no tengo muchas experiencias cubriendo como periodista los desastres de algún accidente, pero hay una que en estos momentos he vuelto a recordar como la más dura. Fue en la cuenca del Caudal, donde una explosión dejó sepultados a varios mineros. Me había tocado cubrir el desastre y pasar varias horas en las inmediaciones del pozo compartiendo con los familiares de los sepultados la angustiosa espera para conocer el desenlace de la noticia.
Ver a varias mujeres de diferentes edades, esposas, madres o hijas esperando el resultado de la recuperación de los trabajadores sepultados, con las escasas esperanzas que cada una albergaba de ver aparecer al ser querido con vida cada vez que se abría la puerta del ascensor, me hizo romper a llorar en público como nunca lo había hecho en mi vida, no recuerdo que lo haya vuelto a hacer. Han transcurrido varias décadas, he informado in situ de guerras, terremotos, tsunamis hasta convertirme posiblemente en uno de los españoles que vieron a más personas muertas a lo largo de mi vida profesional como periodista, un récord para olvidar y no enorgullecerse aunque noticias como el accidente de Degaña no lo permita.
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