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Me gustan los fuegos artificiales porque no se retrasan. Su exuberancia marcial sólo está sujeta a las leyes más básicas de la cordialidad: cinco minutos antes de que empiecen, un aviso sonoro y a correr. La pirotecnia requiere voluntad, compromiso, interés; justo lo contrario de lo que implica la posibilidad de compartir tu ubicación. Como buena 'viejoven' que soy, a veces se me atragantan los hábitos de comunicación modernos -es decir, aquellos que van más allá del timbre y el reloj-, pero soy capaz de comprender su éxito, y hasta me he acostumbrado a muchos de ellos. Sin embargo, la geolocalización en tiempo real me repatea: una única herramienta es capaz de relajar la disciplina de los puntuales y dilapidar las buenas intenciones, ya de por sí escasas, de los tardones por sistema y los vagos de carné.

Me gustan los fuegos artificiales porque se acaban. En un librito titulado 'El tiempo regalado' (Libros del Asteroide), Andrea Köhler glosa las virtudes de los intervalos muertos que conforman la espera. Yo tengo mis reservas: no es lo mismo esperar a que se resuelva un asunto de naturaleza largoplacista, de esos que necesitan fuego lento para alcanzar un puerto seguro, que pagar con horas irrecuperables la desidia ajena. Los eventos efímeros e improrrogables también tienen su encanto, y si no que se lo pregunten a los maestros pirotécnicos que este fin de semana han pintado mi barrio de pólvora y llamas. Lo reconozco: a mí las citas, como los fuegos de artificio, me gustan con fecha de caducidad. Renuncio a ese cuento digital que transforma el tiempo en una eternidad amorfa y ficticia. No quiero que mi móvil persiga los movimientos de nadie. Prefiero conservar la libertad de largarme del bar si me dejan tirada. Lo confieso: cada año valoro más la puntualidad certera de la pirotecnia. Será porque no falla.

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