Gijón de lunes a miércoles
Con la incógnita de una semana que está por delante, el lunes comienza a circular con los comentarios del pasado domingo. Y así, este domingo ... de otoño, sosteniéndose las nubes sobre el cielo de Gijón, le ha trasmitido al lunes su tono noticiero con el empate del Sporting acompañado cada vez más por la fiebre de la afición tanto tiempo enclaustrada.
La gente, como siempre, habla también del tiempo y del gobierno; y aunque aquí el calor no es ningún suplicio, la temperatura ha cambiado y se ha ido pasando dulcemente, sin demasiada prisa, de los brazos del verano a los atardeceres frescos del otoño. Hay que empezar a ponerse calcetines y medias. Hay que guardar los trajes de baño. Hay que empezar a pensar en la contribución catastral y en las compras de Navidad.
Va a cambiar el tiempo. Me pican las cicatrices, dicen los que están operados de hernia y, ay, también los que lo están operados del corazón por el 'jodío' bisturí ese de la vida. Pasan por mi calle las mujeres y los hombres otoñales, muchos con sus perros tirando de los amos como diciéndoles aquello de nuestro Alfonso Camín: «Cerca o lejos la atalaya, tierra adentro el castañar, por donde quieras que vayas, llévame al mar».
Atalayas sí que hay por los alrededores; castañares (pocos) por Deva, Sotiello, el Infanzón; y la mar, soberana de Gijón, una ciudad que tal vez sea la que mejor representa lo asturiano de Asturias. Aquí la gente de otras partes adapta enseguida el oído, la vista, el olfato al trato con la gente. Por poco tiempo que se falte de Gijón, Gijón, al volver, nos hace siempre sensación de novedad.
Y aunque esta tierra nuestra tenga fama de mal tiempo, ahora que los científicos dicen con fundamento que el planeta camina a pasos agigantados hacia la desertización, cada vez me gusta más la lluvia, la nieve y el granizo: esos tres meteoros que son como una Santísima Trinidad salvadora venida de las alturas.
De lunes a miércoles, de miércoles a domingo viviendo la ciudad cada vez, por suerte, con más terrazas ocupadas por terracistas. Cafés echados a la calle a la orden del día y de la noche, con mamás jóvenes y sus cochecitos, con gente más extrovertida y alguna deliciosa loca en traje primaveral entornado sus ojos y estirando sus piernas sin medias.
Terrazas bajo los árboles, donde un viento de castañas trae, como una caricia, las hojas doradas del otoño hasta mi mesa.
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