Nuestro hombre en Bagdad
Alberto Martínez, comandante de Caballería, agente del CNI, espía si ustedes quieren, amigo entrañable. Gijón, su ciudad, le debe un recuerdo y un homenaje
El 29 de noviembre de 2003, el servicio secreto español sufrió la peor tragedia de su historia, cuando un convoy con ocho agentes es emboscado ... al sur de Bagdad. Alberto Martínez, el jefe del contingente de los espías españoles que viajaban en ese convoy, había servido como miembro asignado a la embajada española en Bagdad. Conocía perfectamente al pueblo iraquí y lo apreciaba sinceramente».
Con este párrafo comienza la serie 'Los 8 de Irak', que acaba de estrenar Movistar sobre el ataque que costó la vida a siete agentes del CNI. A él me he tenido que agarrar para encauzar este artículo, tras una noche en vela con la emoción a flor de piel degustando una miniserie que me ha traído al recuerdo otra noche, esta de un sábado de noviembre de hace 19 años, ¡ay el tiempo!, que finalizó con la más cruel de las confirmaciones: aquellas gafas, pisoteadas entre el barro de una cuneta en Latifiya y que la CNN se empeñaba en mostrar una y otra vez, eran las de Alberto.
Alberto Martínez, comandante de Caballería, agente del CNI, espía si ustedes quieren, amigo entrañable, y sin almíbar ni exageración, la mejor encarnación de aquel verso de Machado: un hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Sin desmerecer nada a sus compañeros, él es el protagonista de la serie. Un militar español de vocación, honesto, leal y riguroso. Duro, y sin embargo dotado de una jovialidad expansiva y contagiosa.
Quizá la serie esté patrocinada por el CNI, no lo parece, pero si es así, enhorabuena, porque no hay mejor manera de explicar la función de un servicio de inteligencia que la detallada descripción de la peripecia de Alberto en Irak, antes y después de la invasión americana. Una misión de alto riesgo, desarrollada por un tipo de cualidades humanas excepcionales, capaz de mimetizarse con el entorno hasta el punto de ganarse el respeto y la confianza de los jeques más notables y que, por ello, disponía de la mejor y más fiable información sobre la situación real en Irak. Una mezcla de James Bond y Lawrence de Arabia con acento de Pravia, en un país convertido en la pieza maestra de la geoestrategia mundial. El uso que el Gobierno de entonces hizo de aquella información dejó mucho que desear, y aquel mal uso lo pagaron Alberto, sus compañeros y sus familias con el precio más alto posible. Claro que esto es algo que ellos nunca se permitirían objetar.
Pero no se preocupen, no voy a hacer spoiler, tienen que ver la serie si no lo han hecho ya. Solo diré que hay un verbo que atraviesa los cuatro capítulos: proteger. Cuando escuchaba a sus compañeros militares, a los jefes del CNI, a los periodistas, a sus amigos iraquís, comentar la gran preocupación de Alberto por darles cobertura y protección, cuidarles, evitarles peligros, me resultaba absolutamente familiar. Ese instinto de protección a los demás fue su obsesión siempre. Desde que corríamos jugando a policías y ladrones entre las maderas apiladas en la trasera de la antigua estación del Norte, hasta la 'sensación de orfandad' que inundó al contingente español al conocer su muerte: «Nos hemos quedado ciegos», en palabras del teniente coronel Gutiérrez.
Quizá su obsesión era el reflejo de la protección que a él le faltó, y no sería por los desvelos de Pilar y José, los abuelos que le criaron y cuyos esfuerzos pagó con creces con una atención constante y una carrera militar brillante, número uno de su promoción en la Academia de Zaragoza. La misma preocupación protectora que le asaltó aquel día de julio de 2003, cuando recibió la llamada de Madrid que le pedía regresar a Bagdad mientras tomábamos café en Fomento. Solo le escuché: «No debería volver allí, a ver cómo se lo toma Charo». Más que pensar en él, entonces solo pensaba en la vida familiar en España con Charo y Alberto, su hijo. Habían pasado un calvario durante el año que le acompañaron en Bagdad y solo veía el horizonte de recuperarlos. No quiero ponerme cursi, pero escuchando a Jorge Dezcallar, entonces director del CNI, contar la respuesta que Alberto le dio en su último encuentro antes de regresar a Irak, está claro que para gentes como él se escribió el verso: no quisieron andar otro camino, no supieron vivir de otra manera.
Gijón, su ciudad, le debe un recuerdo y un homenaje, pero en la pequeña escuela rural de Puentevega, en el Valle de Arango, concejo de Pravia, hay un aula que lleva el nombre del comandante Alberto Martínez González. Allí estudió hasta los siete años. A los pocos guajes de esa escuela no será fácil explicarles la obsesión de Alberto por protegerlos a ellos también. Alguna película de héroes americanos en tierra hostil, con George Clooney o Brad Pitt, puede ser de mucha ayuda. Al fin y al cabo, solo era un héroe de carne y hueso, como de película, pero de aquí. Para todos: nuestro hombre en Bagdad.
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