Las manías de los escritores
Pienso que lo que más réditos da es el método y la disciplina. O sea, levantarse a las seis de la mañana y ponerse a picar piedra, aunque dejando siempre una ventanita abierta para que llegue ese momento de la inspiración
El mundo de los escritores es uno de los pocos reservorios donde todavía rigen mitos y prestigios románticos. Desde fuera, todo parece mágico, desde dentro, ... la cosa está dura y lleva muchísimo trabajo, como sabemos todos los que manejamos el teclado o la pluma. Por mi parte, pienso que lo que más réditos da es el método y la disciplina, o sea, levantarse a las seis de la mañana y ponerse a picar piedra, aunque dejando siempre una ventanita abierta para que llegue ese momento que los japoneses denominan el 'utatane', el elemento onírico, la inspiración, la epifanía, la iluminación, o como quieran llamarlo. Aun así, a la gente le sigue provocando curiosidad el 'inner world', todavía rigen parámetros byronianos, aunque en los bancos te miren con desconfianza cuando marcas la casilla de artista. Todo y así, algunos ritos, trucos, vicios, manías, técnicas, recursos, curiosidades y rarezas que, creo, les podrían interesar.
La creadora Luna Miguel siempre se hace una pajilla antes de entrar a teclear, por aquello de ir más relajada. Oye, y nadie puede tirar la primera piedra, porque las otras opciones, litros de café, el tabaco, el 'sol y sombra' de buena mañana, te destazan. Raúl Zurita tiene una manera berroqueña de saber si alguien es poeta: le pregunta qué haría si no pudiera escribir, y si le responden otra cosa que no sea el suicidio, es que no son los elegidos de Calíope o Erato, tanto monta. Soledad Puértolas utiliza la natación como motor creativo, pues piensa que tanto en el agua como en la página se trata de avanzar y de desprenderse de la realidad (un servidor usa y abusa de la natación: mano de santo). Arturo Pérez-Reverte teclea con un cacharro que imita el sonido de las antiguas máquinas de escribir, y utiliza un ordenador sin conexión para escribir y otro para mandar las novelas (por aquello de los bucaneros digitales: bien lo sabe quien es marinero).
Siguiendo con la invocación de los manes, uno que me resultó muy útil fue John Steinbeck: cuando llegues a un nudo, no te obsesiones con el asedio. Rodéalo como si fuera un castillo, ya volverás más adelante, porque las novelas hay que escribirlas de un tirón. Te ahorra el desgaste, y cuando regresas, la escena se puede haber resuelto sola o, enmarcada en el resto de la novela, pierde relevancia o puede modificarse sin mayor trabajo. Vila-Matas también utiliza trucos de los maestros, en este caso Hemingway: siempre terminaba su jornada laboral en el momento exacto en el que sabía qué ocurriría en la escena posterior, porque al día siguiente tendría algo que contar (yo también aprovecho este truco). Carlos Zanón escribe en pijama, porque le provoca una sensación de abandono que excita su creatividad. Rosa Ribas corrige en papel (yo también), ya que considera que en la página impresa todo puede ser mejorado, mientras el word te incita a publicar a portagayola (y es verdad). La vieja escuela todavía sigue vigente con Aixa de la Cruz, que se metía algunas drogas para teclear, pero, en esto, tuvo una hija, y se pasó a la meditación. Lo de los estimulantes aún tiene un sostenedor, un viejo roquero: Héctor Abad Faciolince, que consume Ritalina para aporrear el teclado.
Es innegable que lo de escribir conlleva, en ocasiones, condiciones precarias, muchos sofocones, pero también resulta incoercible para quienes tienen el don y la vocación, y como decía Villamediana: «Derrita el sol las atrevidas alas/que no podrá quitar al pensamiento/la gloria, con caer, de haber subido». Élmer Mendoza tiene claro que las únicas novelas que no caen en el olvido son las que están bien escritas, las que tienen voluntad de estilo (sin perderse en él, añadiría yo). Y Carolina Sanín defiende que escribir es pensar con lentitud. Por su parte, Bernardo Atxaga hace lo mismo que Thomas Mann cuando se fue a vivir a California: el alemán mandó labrar un escritorio igual al que utilizaba en su Vaterland, decorándolo como su antiguo despacho. O sea, que Atxaga viaja con una serie de objetos que coloca como un muro invisible ante la realidad. Elvira Navarro construye los libros por partes, puede comenzar por el final, o escribir fragmentos sueltos que luego ensamblará, o lo que vea que es bueno para el convento. Fernanda Melchor lo tiene todo muy estudiado antes de entrar a matar: escaletas, resúmenes con personajes, elaboración de clímax narrativos… todas las trácalas que aprendió cuando trabajaba como guionista para Netflix.
Bertrand Russell predicaba que la ética es el efecto de nuestras acciones y no viceversa. Con esto quiero decir que a la gente se la conoce por sus hechos, o sea, que «en este oficio es imprescindible trabajar como un ingeniero alemán y olvidarte del pintoresquismo de la vida pseudoliteraria. Los que están en los cafés no tienen derecho a quejarse» (Cela siempre va a misa). Y les voy a señalar algunos escritores más que trabajan duro, pero antes aclararles que están todos recogidos en el libro 'Aprende a escribir' de Álvaro Colomer (Debate). El señor Colomer, además de periodista, es escritor acreditado, con una novela que me gusta mucho: 'Aunque caminen por el valle de la muerte' (Literatura Random House).
Y una vez dicho esto, mi promesa debe ser cumplida: Juan Villoro utiliza un llavero para relajarse, a modo de rosario, para que la caricia del metal vuelva a liberar su mente. Montero Glez hace siete borradores por manuscrito, una costumbre que tomó de Gabriel García Márquez (asegura que es el Camarón de la Isla de la literatura universal). Fernando Aramburu, cada vez que logra 200 palabras en hora y media, se regala quince minutos de monólogos humorísticos en Youtube. Jordi Soler se echa a sí mismo las cartas o, mejor dicho, las 'mira' para buscar inspiración en los arcanos mayores. Brenda Navarro siente un impulso irrefrenable de ordenar y limpiar la casa antes de teclear, porque no soporta las camas desechas o los platos apilados…
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