El próximo cohete a Marte
Los cuentos de Ray Bradbury seguirán con nosotros siempre, como las ruinas del planeta rojo, como los mitos griegos, conmoviéndonos, provocando reflexiones, maravillándonos acerca de lo que pasa y lo que perdura
Hace poco leía un artículo acerca de cómo el metaverso podrá replicar la realidad. Hay empresas dedicadas a 'escanear el mundo' y proveer de recursos ... digitales a los entornos virtuales: acantilados de hielo de Suecia, rocas areniscas de Pakistán, templos de madera japoneses… Luego están los motores de física, que replican matemáticamente lo que hemos aprendido en el mundo físico. Y sólo hace falta ver el resultado para alucinar: la fotorrealidad o la simulación de fluidos en videojuegos como 'Fortnite' (cien millones de jugadores mensuales), películas como la última (e infantil) 'Top Gun' o 'Avatar', o los paralajes en series como 'The Mandalorian'. Aún queda, porque replicar olas, o tejidos que se arrugan, o simular reacciones en cadena, o simplemente movimientos faciales sigue teniendo dificultades (aparte, la interactividad); no obstante, todos estos motores de simulación de la realidad ya fueron imaginados hace mucho por un hombre: Ray Bradbury.
La piel todavía se estremece cuando recuerdo el impacto que fue leer por vez primera 'La Pradera', un cuarto de juegos virtual para niños (y hablamos de 1951, que es cuando se publicó el cuento), que replica la sabana africana, con el problema de que ya sabemos lo que merodea por una sabana. O 'La larga lluvia', una angustiosa expedición a Venus en la que los astronautas buscan desesperadamente un refugio bajo una lluvia constante que incita al suicidio. O 'Marionetas S.A.', una virguería en la que un marido se compra un sustituto virtual para engañar a su mujer. Todos estos relatos forman parte de 'El Hombre Ilustrado', porque Bradbury ya lo imaginaba todo, ya lo anunciaba todo.
Ray Bradbury es un escritor de ciencia ficción que no lo apuesta todo a la trama, sino que escribe bien, y que cuando habla de otros mundos habla de nuestra melancolía y nostalgia; cuando nos describe los desiertos marcianos, nos recuerda el Dust Bowl de los años treinta en América; cuando nos cuenta acerca de lugares embrujados, nos remite a los veranos infinitos de la infancia y las ferias mágicas. Bradbury habla siempre de nuestra civilización, y cuando en las 'Crónicas marcianas' (1950) leemos el cuento 'Ylla', nos está relatando que esos marcianos que tienen ataques de celos (con monstruosas consecuencias) somos nosotros. Y cuando leemos el que posiblemente sea uno de los diez mejores relatos de la historia 'La Tercera Expedición' (el preferido de Borges), la manera en que los marcianos manipulan a los visitantes humanos es tan atroz, tan perversa, tan literariamente brillante que ya nunca te acostarás sin pensar de vez en cuando quién es realmente el que está contigo en la cama. El mismo Ray Bradbury vino a decir que Marte no era un entorno físico, sino una proyección cultural, incluso moral, un espacio para la redención y las segundas oportunidades, pero donde también se repiten los fracasos de la humanidad, su violencia, su racismo, su egocentrismo.
Recuerdo a otro de los grandes, Stanislav Lem, en esa maravilla que es 'Solaris': «Nos internamos en el cosmos, preparados para todo, es decir, para la soledad, para la lucha, la fatiga y la muerte. Evitamos decirlo, por pudor, pero en algunos momentos pensamos muy bien de nosotros mismos. Y, sin embargo, bien mirado, nuestro fervor es puro camelo. No queremos conquistar el cosmos, solo queremos extender la Tierra hasta los lindes del cosmos. Para nosotros, tal planeta es árido como el Sahara, tal otro glacial como el Polo Norte, un tercero lujurioso como la Amazonía. Somos humanitarios y caballerescos, no queremos someter a otras razas, queremos simplemente transmitirles nuestros valores y apoderarnos en cambio de un patrimonio ajeno. Nos consideramos los caballeros del Santo Contacto. Es otra mentira. No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos». Ray Bradbury viene a decirnos lo mismo, y si viviera hoy, haría relatos sobre teléfonos inteligentes que escanean el mundo y que mezclan lo virtual con lo real, relatos sobre grupos de K-pop metahumanos, relatos sobre avatares que se casan con humanos, y todo serían manuales de instrucciones para comprendernos.
Los lectores que ya somos talluditos hemos crecido con Bradbury (y con Asimov, Ballard, Arthur C. Clarke…), y resulta delicioso reencontrarse con sus cuentos en otra de esas empresas tan aventureras como ambiciosas de la editorial Páginas de Espuma, que acaba de publicar un volumen con todos sus cuentos. Son 1.357 páginas en las que disfrutar de alegorías tan deterministas como 'La Guadaña'; artefactos terroríficos como 'La Multitud'; venganzas bien meditadas como 'Usher II'; o narraciones tan surrealistas como 'El Tarro'. Los cuentos de Bradbury seguirán con nosotros siempre, como las ruinas de Marte, como los mitos griegos, conmoviéndonos, provocando reflexiones, maravillándonos acerca de lo que pasa y lo que perdura. Hemos pasado de los gráficos del Super Mario Bros a tirar 9.000 fotografías para escanear cualquier objeto, y llegaremos a ver imágenes indistinguibles de la realidad. Pero el aliento contenido, los ojos como platos, las gotitas de sudor en la frente, el 'cómo puede ser' al leer el final de 'La Tercera Expedición' se quedará con nosotros hasta el final, igual que el último latido del último ser humano que respire en cualquier planeta.
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