La preocupante ausencia de conversación pública
Bayrou, primer ministro de Francia que ya se sabía saliente, abría el debate semanas atrás: «El sistema de pensiones es inasumible» en «una Francia al ... borde del abismo». Por esos mismos días, Mertz, el canciller de Alemania, alertaba de las dificultades para mantener el Estado del Bienestar.
Mientras tanto, asistimos a la deriva autoritaria –-hay quien habla de 'guerra civil latente'– de los Estados Unidos. El errático primer semestre de la segunda presidencia de Trump sólo parece consistente, en lo exterior, en dos puntos: el uso de los aranceles como arma política y el repliegue de Europa. Y, de puertas adentro, en la consolidación de un autoritarismo populista que le aleja de parte de Europa, acercándole, no sólo en lo ideológico, sino en lo geopolítico, a sus 'amigos' Putin o Xi. Es probable que el futuro de las formas políticas a escala mundial dependa del lado hacia el que basculen las de los Estados Unidos: si hacia la liga autoritaria que vimos reunida en Pekín hace unos días o hacia unas democracias con graves problemas estructurales. Decía César Calderón en Oviedo que el eje futuro de la lucha ideológica no será la tradicional entre izquierdas y derechas que conocemos desde la Revolución Francesa, sino otro, entre los partidos que abracen la democracia liberal y los radical populistas de izquierdas y derechas.
En consecuencia, una Europa asustada ante la deriva geopolítica mundial recomienda, incluso exige, redoblar los esfuerzos en defensa. Más cuando, como sucede desde hace años, las provocaciones rusas van in crescendo y Polonia recibe el impacto de varias docenas de drones rusos, poco probable que por error. Nadie excluye la posibilidad de una extensión de la guerra de Ucrania. Algo que supondría contener el gasto social, en un contexto social de creciente desafección: salarios que no crecen (especialmente en España), insuficiencia energética (el apagón del 28 de abril marcará un antes y un después, también político), vivienda, inmigración, etc.
Son todos ellos debates cruciales para nuestro futuro y sobre todo para el de nuestros hijos y nietos. Y entreverados entre sí. Y, sin embargo, y al menos en el caso de España, están fuera de la discusión pública. Simplemente no se habla de ellos, por más que los elefantes –que son varios y se nos acumulan– estén sobre la mesa. No mantenemos conversación pública sobre el futuro de las pensiones. Y si alguien la aborda, se le acusa de agorero, en el mejor de los casos, y de fascista, en el peor. Tampoco acerca de nuestro lugar como nación en el mundo. Y ello, a pesar de algunos movimientos extraños de nuestro gobierno, tanto en el Sahara como respecto a China o Israel. Por supuesto, sin debate parlamentario previo. Tampoco se habla de salarios y productividad. Y apenas de vivienda, más allá de comunicadores 'millenials' o para culpar a terceros. La discusión sobre la calidad de nuestra democracia se pierde en medio de un ruido que nada aclara, amplificado además por los medios y las redes sociales, generadores de individuos percepciones paralelas de la realidad. La inmigración es quizá la transformación social más relevante a la que asistimos en España. Y, sin embargo, nadie aborda la gestión de sus amenazas y oportunidades con un mínimo rigor.
Y es que a la falta de conversación pública se suma con frecuencia la irracionalidad del debate: los plenos del Congreso se han convertido en un circo para muy cafeteros. Al experto que intenta aportar datos objetivos o argumentos meditados al debate público, se le hacen reproches que buscan sesgo de confirmación ideológica o, lo que es peor, partidista. Muchas veces es por pura ignorancia, pero en otros es por mera contumacia en el error. No son ajenos a ello los medios de comunicación: no es insólito ver por la televisión a presentadores o comentaristas sosteniendo posiciones contundentes a partir de datos erróneos, mal interpretados o, aún peor, tergiversados.
Por supuesto, Asturias no es ajena a esa falta de conversación pública. Aquí no es algo reciente, sino que forma parte de la cultura política regional: quizá sea consecuencia ¿o causa? de ser la región que más años lleva gobernada por el mismo partido, por lo que la conversación social gira siempre en torno a los mismos argumentos y clichés desde hace medio siglo.
Nos contaba Theodor Zeldin hace unos años que la conversación, la correspondencia, el debate, la controversia fundada en la razón y el respeto, constituían la clave del progreso de las modernas sociedades occidentales. Y como apuntaba maliciosamente el premio Princesa George Steiner, la Europa que conocemos hunde sus fundamentos en los cafés (de los que el Reino Unido no dispone). Ambos se preocupaban por la creciente ausencia de conversación en las sociedades contemporáneas: las formas de vida, el individualismo o las burbujas que crean las redes sociales, parecen erigirse como muros que impiden ir más allá de los monólogos a gritos. Especialmente los que favorece el anonimato de las redes sociales.
No podemos seguir así. El mundo sufre una transformación acelerada. La demografía, la economía, la política, están desplazando los centros de poder y económicos, generando problemas como la sostenibilidad del estado del bienestar o el estancamiento salarial, atribuible en parte a nuestra posición en la división internacional del trabajo. Desde el gobierno de la nación y sus corifeos parece que los apuros de la Seguridad Social se curan a golpe de talonario, que los salarios se suben por decreto… y que cualquier problema se arregla (o lo que es peor, se agrava) con una mezcla de voluntad y arbitrismo. La oposición al gobierno no se sabe muy bien que propone acerca de cualquiera de estos problemas, con cambios de criterio que a veces sorprenden. Se deja en terreno libre a la derecha radical, populista y casi antisistema que insiste en problemas reales, como la vivienda, o ficticios, como el supuesto incremento de la inseguridad ciudadana, vinculándolo, de forma peligrosa, con la inmigración, a la vez que lanza propuestas simplistas, como «inundar España de viviendas».
Urge estimular la conversación pública bajo criterios de racionalidad. De madurez que acepta la realidad, aunque sea negativa, y los medios para mejorarla. Con la clase política en primer lugar: la acción política debería alejarse del relato y lo emocional –en Asturias sabemos mucho de ello– para primar las propuestas de gestión y los resultados. Y los profesionales, técnicos, la ciudadanía en general, deberíamos sumarnos a ese debate, cada cual desde su enfoque, saber y función. Europa, España y, sobre todo, Asturias, corren el riesgo de quedar reducidas a una vieja almoneda empobrecida en el que todo se vende mientas suena, al fondo, el griterío de las 'tertulias' televisivas, el circo político y el alboroto de las redes sociales.
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