Las casetas de la playa
Ruedan las estaciones. Y aquí está junio, mes híbrido, mitad primavera y mitad frontera del verano. Y ahí de nuevo vemos plantadas las casetas de ... la playa abriendo el verano con su afán de desnudez. En fila están, igual que en una procesión de nazarenos de colores (como un día dijera de ellas Antonio Gala en una visita que hizo a Gijón con ocasión de presentar una de sus obras en el Teatro Arango). Playa y casetas mil veces pintadas por Díaz de Orosia, Valentín del Fresno, Cuervo Viña, Bastarrechea, Carlos Roces… y tantos más, como si fueran el santo y seña del popular encuentro de andar descalzos por la arena, del baño de ola, del sol, el ocio y el amor; y de la bandera verde, roja y amarilla en nuestra cantábrica mirada bronceada enseguida por el calor. Son las casetas algo así como personajes fijos del verano gijonés donde mucha gente se viste y se desviste, o practica en ellas un amor fugaz en la llamada gran aventura del verano. Con ojos puestos en el horizonte y en las mil variantes de las olas y la espuma, a la arena de San Lorenzo irá aterrizando todo el gijonismo veraneante y playero. Los niños haciendo castillos y otros niños deshaciéndolos. Los vigoréxicos exhibiéndose, las mocedades jugando a las palas. Alguna niña llorará porque tiene miedo y no quiere meterse en el agua. Bikinis como cordones, chancletas y móviles. Y meriendas espantando a las gaviotas. La verdad es que el futuro siempre es el verano. A fin de cuentas, solo el buen tiempo da la razón a los sueños alguna vez. Por eso, nada como salir huyendo hacia el verano cuando la vida nos persigue el alma. La mar pone a la ciudad un zócalo profundo y vivo. Entonces es el tiempo de detenernos frente al infinito del agua. Y puros todavía de la pálida blancura del invierno, vamos a tostarnos a la playa como a un cielo en vida. Es el lobomarinismo gijonés que despierta del largo sueño del invierno y comienza a dormir la gran siesta del verano entre sábanas de sal.
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