Cuando enmudecen las sirenas

Antes, en este tiempo de primavera, los numerosos barcos candasinos ponían sus proas hacia el negror de los grandes xarabales del bocarte; pescado que caía en las redes con ayuda de la toliña. Y ya en junio, las grandes embarcaciones de vapor, mandadas por algunos de los mejores patrones que había en nuestra costa asturiana, iban, ¡avante todo!, rumbo hacia a la raya del horizonte, hasta llegar al Gran Sol donde estaban los bonitos; ese rey de la mar con boca afilada y alas de golondrina; pan blanco, azul, salado y sabroso con el que el pueblo apaciguaba de muchas maneras su hambre.

Ahora, lejos ya de aquel camino, uno recuerda aquellos barcos con nombres de mujer: María Antigua (donde mi padre era fogonero), Panchita, Angelina, Asunción, Josefina, Emperatriz… Barcos hembra, travestidos de colores, de azul, de rojo, de verde alpino… poniendo en el cielo la confusión alegre de sus mástiles, de sus varas de bonito como lanzas enristre de un torneo; y con su humo, que dejaba en el cielo una espesura de pizarra, a través de la cual se podía ver el sol, redondo y pequeñito, como una luna sin noche.

Y dice la crónica de El COMERCIO del pasado sábado, 3 mayo, «que en la rula de Gijón se subastaron 230 toneladas de bocarte de calidad procedentes de 35 barcos gallegos. Todos integrantes de la flota de cerco». Y digo yo, que aquello de que la Rula de Candás, villa marinera por excelencia, con siete fábricas de conservas de pescado, todas desparecidas, y que por su importancia marcaba los precios de salida para el resto de las lonjas asturianas, es lo que el viento se llevó.

Sí, puede ser que nos fuéramos convertido en demasiados folclóricos, y que el problema seamos nosotros y no la mar.