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Han pasado 12 años desde que el jesuita argentino Jorge Bergoglio fuera elegido obispo de Roma con el nombre de Papa Francisco. Un tiempo suficiente ... para que, desde su puente de mando, el nuevo jefe de la Iglesia Católica se diera cuenta de que se estaba consolidando una nueva sociedad donde (a pesar de lo que asegura el Cardenal Rouco de que «la Iglesia cuenta con el calor popular») las encuestas de confianza de la última década la sitúan en el penúltimo lugar, al lado de los políticos. Políticos que, sea dicho de paso, suelen ser como las estatuas de los santos. Parecen seres vivos, pero cuando se les pregunta algo no saben o no contestan.
Pero a lo que voy, que no es otra cosa que constatar que el sistema eclesiástico se desmorona lentamente. Parece que las nuevas generaciones rechazan la religión dogmática y la nomenclatura eclesiástica. Si acaso van hacia una religiosidad personal de corte panteísta cuya mayoría suele terminar en el agnosticismo o en un ateísmo que dice que lo único cierto es la muerte y los impuestos. O con una vivencia de lo espiritual sin la necesidad de un Dios creador y juez.
Los próximos tiempos van a ser, pues, muy duros, con retroceso de la fe cristiana y, a lo que parece, el avance del Islam.
Francisco, ya está dicho, se ha ido dando cuenta de que la base de la Iglesia no es la jaula del Vaticano en el que sobra espectáculo y obispos pánfilos con un lenguaje críptico que ya no lo degluten sin rechistar los feligreses. Que el poder –sobre todo el sacro– es tan afrodisiaco como el cuerno del rinoceronte, y que todo lo que no conduzca a la verdadera libertad será siempre un retroceso. Se ha dado cuenta que este es el siglo de las mujeres a las que su antecesor, Juan Pablo II, dio la espalda, y que Ratzinger argumentó que Jesús no tuvo mujeres entre sus apóstoles (cosa, por cierto, absolutamente falsa). Todo esto: cambio de civilización, de galaxia y de retórica, avance de los fundamentalismos teocráticos –siempre al acecho en las llamadas religiones del Libro como levadura insidiosa– es la razón por la que Francisco, percatándose de que los próximos tiempos van a ser muy duros y con retroceso de la fe cristiana, ha hecho pasar a la Iglesia Católica por un sarampión y una escarlatina ilustrada, un tanto revolucionaria, que la haga regresar al estilo de la mejor Iglesia primitiva. Una tarea, por otra parte, casi ciclópea, porque el polvo de los siglos acumulado en la Iglesia es mucho, y las resistencias a los cambios son enormes en una institución pesada y paquidérmica.
En estos 12 años, Francisco ha intentado transformar una institución, humillada y denostada, en un referente mundial de misericordia y esperanza. En una primavera floreciente de la vieja Iglesia Católica. Una Institución cerrada en sus seguridades doctrinales, con riadas de fieles que se fueron, sin dar portazos, camino de la indiferencia, hastiados de la imagen de poder y arrogancia desde las que anatemizaba a sus oponentes, y con una casta clerical que tiende abiertamente al funcionariado. Por eso, la Iglesia necesitaba con urgencia un papa como Francisco. Un Papa libre y decidido. Incluso desconcertante. Necesitaba un hombre tan apasionado por el Evangelio que echase por tierra siglos de papado imperial en una Europa en que los estadios deportivos son ahora las catedrales.
Dicho todo esto, y más de lo que se pueda decir, conviene, no obstante, recordar aquello que dijo Rousseau de que: «Es más fácil fundar una ciudad en el aire que constituir una sociedad sin la creencia en Dios». Por eso, mucho ojo al parche.
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