Hombre sin portátil

El hombre me dice que él ya tiene cara de antepasado. Que vive en los arrabales de los sures de Gijón, y que anda muchas ... noches por la ciudad hasta el amanecer con una pandilla de poetas y gente disidente, de paganos, locos, pecadores y alguna loba de las que merodean por junto a la Lloca del Rinconín. Que se crio entre trenes de carbonilla, boleros de Machín, tisis y gitanas que echaban las cartas por un real. Y que sabe muy bien que la historia se está escribiendo en la actualidad con el portátil al rojo, pero que él no lleva móvil. Ahora, me comenta, ya casi nadie mira los jardines, ni los escaparates, ni los carteles con anuncios. Nadie mira los árboles. ¡Qué digo los árboles! Ni siquiera las delanteras ni las popas de las transeúntes. El personal camina pegado a una petaquita, quiero decirte, ya sabes, a una tableta hablando solos por las aceras de la ciudad, o haciendo fotos, mandando mensajes y recibiendo llamadas tontas. La gente ya no se habla entre ella; ni siquiera a las parejas se les ve besarse. Se liga con alguien lejano. Toda la ciudad, amigo mio, es un móvil andante dando la tabarra. Salvo yo, que no lo llevo, y, por el momento, tampoco lo llevan los perros. La vida ahora discurre bajo dioses distintos, pero yo he me he salido del inmenso grupo WhatsApp, del Facebook, del Twitter, de ese puto mundo lleno de acusicas, boqueras y de odiadores que amenazan e insultan enmascarados desde la cobardía. La manzana envenenada no es ya la de Caperucita, es Twitter y los selfis masturbatorios que minan en muchos casos los fundamentos mismos de la sociedad. Yo, colega, me he salido del plano, del foco. Me quité de la tableta antes de que fuera tarde. Puede que sea una exageración decir que las redes sociales nos han hecho peores, pero lo que es evidente es que sus promesas de liberación eran pura patraña. Para mí la vida era mejor cuando había cines de barrio. Pues eso.