Equivocarse
La autoexigencia nos convierte en candidatos a sufrir por asuntos tan menores que pasan inadvertidos y que nadie recuerda cinco minutos más tarde
Tengo una amiga que cuando me ve angustiada ante el pánico que suscita en mí cometer errores (una coma mal puesta, una errata que se ... pasa por alto) siempre me dice que en momentos como éste una tiene que agradecer no ser neurocirujana. A mí no es que me consuele mucho, pero sí que me ayuda, momentáneamente al menos, a relativizar un poco las cosas.
Sea por la educación recibida, por el peso de las expectativas que nos vemos obligados a satisfacer, por las malas costumbres adquiridas, o por todo ello bien mezclado y picadito, cometer algún error se convierte en una tragedia.
Y no consuela eso de que equivocarse no deja de ser una experiencia universal. Ni el más perfecto de los perfectos consigue sustraerse a ese error diminuto, inapreciable muchas veces, pero que cuando se hace consciente en quien lo comete puede terminar por amargarle el día, la semana, o en algunos casos, particularmente patológicos, la vida entera. Todos nos equivocamos alguna vez. Todos calculamos en una ocasión mal la cantidad de sal para un plato, todos metimos la pata en un acto social, todos dijimos algo inconveniente, todos juzgamos cuando no debíamos hacerlo, todos nos confundimos con un nombre, con una tarea, todos perdimos unas llaves u olvidamos un cumpleaños.
Y a todos nos molesta, y eso es normal. Lo que ocurre es que luego hay factores que hacen que una anécdota se transforme en un drama: Desde muy pequeños nos han enseñado a evitar las equivocaciones y así, a lo tonto, se nos ha ido quedando la idea de que error cometido equivale a subir un peldaño en la escalera que lleva a la consideración de ineptitud. Eso, que en un principio fue impuesto, ha ido calando en nuestra conciencia de tal manera que somos los primeros jueces, implacables, por cierto, ante nuestros propios traspiés. Y con eso caemos de lleno en el sesgo de negatividad y cada uno de nuestros fallos contabiliza en nuestra conciencia diez veces más que cualquier acierto.
Ahí estamos, sufriendo por auténticas tonterías, incapaces de considerar que en la mayor parte de los casos ni siquiera nadie es consciente de nuestros errores, porque ni reparan en ellos, ni les importa (¿a quién, aparte de los neuróticos de la gramática que somos cuatro, le preocupa una coma mal colocada?). La autoexigencia nos convierte en candidatos a sufrir por asuntos tan menores que pasan inadvertidos y, en cualquier caso, su relevancia es tan mínima que con esta memoria de pez colectiva que nos gastamos nadie los recuerda cinco minutos más tarde.
No aprendemos, y mira que tenemos ejemplos. Ante nosotros, vestidos con el traje de la desfachatez lo suficientemente amplio para permitir practicar el ejercicio de encogerse los hombros sin que les tire la sisa, están ellos, todos los que desde la política (por ejemplo) nos muestran lo poquísimo que les importan sus errores. Que pueden tomar decisiones que conciernen vidas y que provocan muertes, sin que les importe equivocarse en su apreciación, que no tienen empacho en fallar en los cálculos en proyectos que acabarán teniendo sobrecostes millonarios, que llaman errores informáticos a indiscutibles plagios, que subestiman problemas y por tanto no aplican soluciones.
Solo que en la mayor parte de los casos no se trata de errores. Lo que ocurre es que, confiados en que la indulgencia con los fallos (tan humanos) debe de ser general, nos venden como tales sus decisiones interesadas, sus malversaciones y prevaricaciones, sus chanchullos, su descarada corrupción.
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