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Hubo un tiempo, sí, en que lo bueno, lo malo, lo regular y todo, empezaba con un ring ring. Pero, como casi todos los cambios ... que se producen en nuestra vida, un día nos encontramos con que lo inmutable se quedó perdido en cualquier esquina del tiempo y ya no existe, y sumamos una puñalada más en el impreciso lugar donde habita la nostalgia
Cuándo fue la última vez que usted utilizó el teléfono fijo. Cuántos números de familia o amigos se sabe de memoria. Cuántas veces deja que suene el timbre de teléfono y no lo coge.
En un mundo tan hiperconectado, mientras permanecemos en contacto permanente con cientos de personas de quienes conocemos andanzas, idas y venidas, las compras que realizan, y los pormenores de sus días, resulta que hemos dejado de hablar. Que nuestras conversaciones se limitan a breves mensajes escritos que se complementan con emojis destinados a proporcionar toda la expresividad que hemos racaneado en palabras.
Es verdad, toda la razón: un mensaje es poco invasivo, no te obliga a responder de inmediato, puedes tomarte un tiempo para contestar de la forma menos impulsiva. Todo son ventajas, porque ya se sabe que se ahorra mucho tiempo, el que se gasta charlando. Y la comodidad, porque, por alguna razón, alguien decretó que no era necesario respetar gramática, ni ortografía, ni nada de nada para escribir mensajes: que bastaba con la gracia que uno tuviera para elegir emoticonos adecuados o stickers expresivos, o gifs graciosos. Y ya.
Dicen los estudios (y no hay más que mirar en derredor para comprobarlo) que la gente más joven huye despavorida de lo que nosotros siempre consideramos que era el teléfono, es decir, ese artefacto que servía para hablar. Ahora, un timbre sonando es sinónimo para mucha gente de malas noticias. Las naderías, las cotidianeidades, incluso los encendidos mensajes de amor viajan en palabras escritas, en audios grabados, pero no requieren esa respuesta inmediata, el intercambio, las voces y sus inflexiones, la emoción colándose por las costuras de una entonación, el código de las medidas en los silencios, la sorpresa o el enfado.
Y esto ¿es mejor o es peor? Habrá opiniones para todo, y no está en mi ánimo abominar de una forma de comunicación a la que yo también le encuentro múltiples ventajas. Pero es innegable que, sin que nos diéramos cuenta, todo ha ido cambiando y quienes siguen manteniendo charlas intrascendentes, amorosas conversaciones, o llamadas que duran más allá de ese medio minuto que sirve para dar un recado cuando la urgencia no puede aguardar a la lectura de la larga ristra de whatsapps amontonados sin leer, se han convertido en unanacronismo extraño, en personajes de otra época.
Aquella época que, sin que nos diéramos cuenta, se convirtió en remota, cuando llamábamos para saber cómo estaba alguien, para contar lo que nos había ocurrido, para comentar, confabular, cotillear, analizar, deshacernos de amor o de reproches, llorar a lágrima viva o reírnos a lo tonto. Cuando no hacía falta que vibrara el aparato para que se nos saltara el corazón y el cable nunca era lo suficientemente largo para alejarnos del resto de la familia y poner a salvo los secretos. Cuando decíamos cuánto, y cómo y por qué, y la risa, y la pena, y el mosqueo, y los besos, y no necesitábamos ningún emoticono.
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