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Que el número de creyentes, y sobre todo de practicantes, que forman parte de la nómina de fieles de la Iglesia católica está en caída ... libre, es algo que se sabe casi sin necesidad de consultar las cifras oficiales, las que constatan con claridad las dimensiones de ese descenso. El número de asistentes a misa, de quienes frecuentan los sacramentos —incluso aquellos que, como las bodas, siempre han tenido un componente social casi por encima del estrictamente religioso— también ha disminuido de forma notable. Son muchos quienes, a pesar de la capacidad de supervivencia que la Iglesia ha demostrado a lo largo de su historia, pronostican que su influencia en la sociedad será cada vez menor.
Y, sin embargo, se está dando un fenómeno que algunos analistas han señalado como interesante, mientras que otros lo consideran una mera anécdota. Tiene que ver con el hecho de que se está produciendo una silenciosa aproximación a los templos y a las celebraciones litúrgicas por parte de personas que nunca habían sido practicantes o que habían abandonado su asistencia, generalmente después de la infancia. Lo llamativo es que, a la mayoría de estos nuevos fichajes en el cómputo de fieles, no los mueve la fe, sino otra de las virtudes teologales: la esperanza. Acuden a las iglesias no tanto a buscar consuelo –que sería bastante lógico–, sino compañía. Así de sencillo.
Aunque sabemos que la soledad es uno de los males endémicos de este tiempo, y que gestionarla es una tarea que para muchos resulta casi inabordable, no siempre somos conscientes de su verdadera dimensión: de esa marea que anega las ciudades, que habita al otro lado de las paredes de nuestras bulliciosas casas, que se cuela, acompañada de desolación, en la existencia de quienes, por decisión propia —que en ocasiones no resultó ser tan buena idea como parecía— o por circunstancias que la vida fue tejiendo en torno a sus días, se enfrentan a un abismo.
Hay gente tan sola que, me consta, se alegra cuando suena el teléfono y alguien intenta venderle un cambio de operador, porque como herramienta de márketing los llaman por su nombre. Hay gente tan sola que compra tonterías en plataformas chinas y pide comida a domicilio solo para que alguien llame a su timbre. Hay gente tan sola que acude a consultas médicas fingiendo o exagerando dolores que no tiene, solo para poder hablar con alguien.
Y hay gente tan sola que ha encontrado en las iglesias un refugio. Un lugar donde compartir otras soledades, en el que el espejismo de la compañía deja de serlo durante un rato. Personas que, sin fe alguna, se sientan al lado de otras tal vez igual de solas, que les dan la mano en el rito de la paz, que les sonríen, y por un momento se sienten menos solas y que, cuando preguntan «¿cómo estás?», esperan realmente una respuesta.
Ese número, curiosamente creciente, de personas que no participan de creencia alguna, que mantienen una actitud crítica hacia las jerarquías, las estructuras y hasta los dogmas, son los nuevos fieles. Se animan a cantar canciones que quizá alguna vez supieron, repiten oraciones cuyo significado no alcanzan –ni pretenden– comprender, solo por el calor que les deja en el corazón el hecho de unir su voz a los rezos comunes, de participar en algo que les proporciona la ilusión de comunidad, donde son acogidos, donde –como en el bar de Cheers, qué cosas– hay alguien que los conoce por su nombre.
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