Pedagogía sobre los localismos
Muchas veces estos valientes arrojadores de bilis evidencian de inmediato que se han metido en la gresca sin tener ni idea de lo que se habla
No es la primera vez que escribo sobre la exacerbación de los localismos y me temo que no será la última, porque el acceso universal – ... analfabetos incluidos– y anónimo o embozado a las redes sociales, usa también la rivalidad, otrora inofensiva, para sembrar de rencor, denigraciones y odios los comentarios o entradas. Como también ocurre, quizá con más baja intensidad -es más fácil detectar al energúmeno suscrito-, en las apostillas a las noticias o artículos de la prensa digital.
Suele ocurrir siempre lo mismo y, como jurista, lo señalo con pesar: cuanto más se pregona el respeto a la intimidad o la protección de datos, más intensa y frecuente es la intromisión en lo personal y la sensación de indefensión ante una descalificación brutal, desde un perfil falso, sólo por dar una opinión sobre cualquier asunto social, deportivo o político. Y político no es sólo censurar o aplaudir un gobierno; también puede ser una propuesta vecinal o del ayuntamiento de turno para hacer o no hacer un equipamiento.
Muchas veces estos valientes arrojadores de bilis evidencian de inmediato que se han metido en la gresca sin tener ni idea de lo que se habla. Yo he detectado a personas residentes a cientos de kilómetros de Asturias, entrometiéndose en una discusión sobre el hospital de Jarrio o el puente de Ribadesella. O manifestando «asco» (sic) hacia uno de nuestros equipos de fútbol. ¿Y quién controla y sanciona eso? Nadie, La censura, hecha, supongo que ya por IA, desde las propias redes sociales, es de risa. La única vez que, hace tres años, me borraron inquisitorialmente una opinión, mesurada, fue por citar al entonces ministro de Cultura Miquel Iceta. Se ve que les saltó la alerta de la palabra ministro combinada con otro término peyorativo, aunque distante.
Pero el sumun de la grosería ofensiva sigue dándose en el mundo futbolístico, porque de temas de balón y arbitraje, sabemos todos. En Asturias es paradigmática la confrontación entre Sporting y Oviedo que, hasta no hace tanto, por acérrimos que fueran los aficionados, no pasaba del gracejo ingenioso astur en ambas direcciones, de la convivencia en las gradas sin ningún atisbo de violencia ni séquitos de pastoreo policial de la afición rival. Y luego, alegría o decepción, algunas bromas y, el martes, a pensar en el domingo siguiente. Una vez más, lo dicho anteriormente: cuanto más se pregona y organiza la antiviolencia, más riesgo hay de que haya incidentes. Y no sólo el asunto se visibiliza entre las aficiones de las dos grandes ciudades (que, por cierto, hay ovetenses sportinguistas y peña oviedista en Gijón, más miles de indiferentes). Esa rivalidad localista es universal y entre villas y pueblos de Asturias, se palpa en no pocas comarcas. Aunque, es cierto, tras el ascenso de hace una semana, he leído frases e insultos vomitivos, verdadera dinamita para la cohesión y unidad de nuestro pobre Principado. ¿Tan difícil o imposible es, desde las instancias autonómicas, hacer una pedagogía, desde la infancia, para reconducir estas fobias sin sentido y hacer patria, que dirían los nacionalistas? Hay muchos sinónimos que aluden a la contraposición, en este caso de un simple juego, aunque mueva fortunas: rival, contrario, opositor, adversario, contrincante… Pero, de ahí, pasamos, casi sin pretenderlo, a la palabra enemigo, tan poco grata en estos tiempos tan convulsos y sanguinarios. Es evidente que no basta con que las autoridades políticas o deportivas de la región se sienten indistintamente en el palco del Tartiere o del Molinón. O que, últimamente, los ayuntamientos de las dos ciudades hayan apoyado iniciativas del otro concejo. O que la industria de Defensa también vaya a lograr un acercamiento fabril casi inédito. Todo eso está muy bien, pero hay que inculcar, tempranamente, los límites de lo que se puede decir y, por tanto, de lo que es simple competitividad, singularmente en lo deportivo. Desear ganar y quedar por encima del otro es hasta sano. Ofender a todo un vecindario de cada localidad es un bochorno. E insisto, aunque la jurisprudencia y los especialistas tiendan a no ver casi nunca un «discurso de odio» en estas expresiones, está claro que, detrás de las mismas, hay, por frustraciones no siempre confesables, odio. Discurso, no; porque llamar las cuatro letras a una ciudad, tiene poco de discurso y sí de simple exabrupto colectivo.
Sé que los que pensamos así, creo que la mayoría, tenemos menos probabilidades de éxito que el que juega a los cinco ceros en la lotería o el cupón. Pero no hay que rendirse, por generalizado que esté el mal en todas partes y por mil situaciones. Porque, yo mismo, conocí, cuando apenas hablaba, la rivalidad, también castrante, entre Salas y Cornellana. Por fortuna, hace unos días, en una reunión del Patronato de la Fundación Valdés-Salas, personas autorizadas comentaban cómo el reciente milenario del monasterio de Cornellana había supuesto un hito en la superación de esas piquillas, también con muchos siglos encima. Un orgullo para todo el concejo, tan rico en patrimonio cultural y tan famoso por la desmadrada puja económica del campanu.
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