Melquíades y la memoria democrática
Ninguna ley podrá arrebatarnos esa idea de reconciliación que nos ha permitido conjurar ancestrales demonios familiares. Ni tampoco a figuras de la talla y complejidad de Melquíades Álvarez, aunque su martirio no encaje en la nueva verdad oficial
El pasado 22 de agosto se cumplió el ochenta y seis aniversario del asesinato, en la cárcel Modelo de Madrid, del político asturiano Melquíades Álvarez, ... padre del reformismo español. Nacido en Gijón el 17 de mayo de 1864, Melquíades fue protagonista de la política española del primer tercio del sigo XX. Un tiempo que, salvando las muchas distancias, presenta ciertos paralelismos con el tiempo presente: aguda crisis social y económica, quiebra del sistema de partidos, entonces llamado turnismo hoy hablaríamos del bipartidismo; el conflicto territorial en Cataluña siempre presente y el descrédito de la Monarquía. Melquíades Álvarez, el político de brillante oratoria al que llegaron a conocer como 'el pico de oro', lideró una alternativa política para el país con un marchamo irreprochablemente democrático. Como señala Fernando Suárez en su magnífica biografía política 'Melquíades Álvarez. El drama del reformismo español', Melquíades luchó con sus gentes durante más de un tercio de siglo por las reformas sociales, la libertad y la elevación cultural de los españoles. Su moderación y su reformismo le mantuvieron distante de los extremos. Citando a otro de sus primeros biógrafos, Mariano Cúber, puede decirse que «ni aceptó las sistemáticas violencias de los extremistas, ni las cerriles intransigencias de los reaccionarios». Tras la matanza de ese 22 de agosto de 1936 en la Modelo de Madrid, a manos de las milicias del Frente Popular, Azaña, entonces presidente de la República, anotó en su diario la sensación de desolación que le invadía y que le empujaba a barajar seriamente la dimisión. Y el socialista Indalecio Prieto profirió la conocida frase: «Hoy hemos perdido la guerra».
Lo cierto es que la figura de Melquíades Álvarez ha permanecido durante todo este tiempo oscurecida, como las de tantos españoles pertenecientes a aquello que dio en llamarse la tercera España, muchos de ellos republicanos, liberales, situados en el centro del tablero político y cuya voz que apelaba a la concordia nunca logó abrirse paso entre el ruido y la furia desatada en España en aquél sangriento verano del 36.
Este verano, mientras releía el magnífico libro de Fernando Suárez, no hacía más que preguntarme si sería Melquíades tributario del reconocimiento al que hace referencia la nueva Ley de Memoria Democrática, cuando señala como uno de sus objetivos principales promover la reparación moral y la recuperación de la memoria de quienes padecieron persecución o violencia por razones políticas, durante el período comprendido entre el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 hasta la entrada en vigor de la Constitución del 1978. ¿Acaso el lugar donde se alzaba la antigua cárcel Modelo madrileña no debería ser declarado Lugar de Memoria Democrática, dado su carácter simbólico como inmueble en el que se desarrollaron los sangrientos y relevantes hechos de aquel 22 de agosto del 36?
Dos sencillos interrogantes como prueba de la sinceridad de una ley que pretende construir una memoria compartida, pero en la que ni siquiera se ha intentado construir una amplia mayoría transversal de apoyo. Convirtiéndola en una ley sectaria y de parte, que al igual que la anterior ley de Zapatero, bajo el objetivo de reparar viejas heridas, algo sin duda necesario, reabre otras que ya estaban cerradas desde la Transición.
Bajo un ropaje buenista de objetivos que todos debiéramos compartir, entre ellos, sin duda, el de reparar de una vez la injusticia que supone para tantas familias no haber podido recuperar aún los restos de sus familiares represaliados, contiene, sin embargo, sutiles y muy peligrosos ataques al relato compartido que legalmente los españoles hemos ido construyendo durante los últimos cincuenta años sin necesidad de una verdad oficial consagrada.
Un relato que parte de la política de reconciliación nacional impulsada por el PCE a partir de 1956, ajeno al guion oficial de la dictadura franquista, pero que tampoco encaja en el relato de los nuevos luchadores antifascistas dispuestos a enmendarles la plana a sus abuelos, y para los que la guerra desatada tras el golpe de Estado del 18 de Julio de 1936 solo fue un episodio más, el iniciático tal vez, de la lucha que en el solar europeo se desató entre los fascismos emergentes y las democracias liberales. La Guerra de España, no la Guerra Civil española. Bajo ese relato, si el fascismo no fue vencido en España y sus dirigentes no fueron juzgados como sucedió en el resto de Europa, toda nuestra Transición estuvo lastrada. Toca hacerlo ahora.
Sin embargo, la complejidad de nuestra contienda, plagada a un lado y a otro de trágicos sucesos como los que acabaron con la vida de Melquíades, sus causas y sus derivadas, parecen más acordes con el concepto, pacífico hasta ahora, de guerra civil. Desde luego si hay un relato común y compartido por la sociedad española, por encima de cualquier ideología, se apoya en la idea de reconciliación. Nadie la expresó mejor que Marcelino Camacho en las Cortes al debatirse la Ley de Amnistía: «¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?». Ninguna ley podrá arrebatarnos esa idea de reconciliación que nos ha permitido conjurar ancestrales demonios familiares. Ni tampoco a figuras de la talla y complejidad de Melquíades Álvarez, aunque su martirio no encaje en la nueva verdad oficial.
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