Reflexiones alarmadas
¿Cómo podemos aceptar que mientras varios de nuestros derechos y libertades fundamentales no pueden ser ejercidos en plenitud, se legisle sobre nuestros derechos y libertades fundamentales?
Si la Revolución Francesa de finales del siglo XVIII convirtió a los súbditos en ciudadanos libres, la actual revolución tecnológica nos reduce a la condición ... de consumidores. El trabajo, antes que a la realización personal, se orienta a la generación de recursos para el consumo. De aquí la alocada pretensión de reducir a solo cuatro días la semana laboral: trabajar menos para ganar lo mismo y disponer de más tiempo para consumir.
En este empeño alienado, renunciamos a la reflexión que permite adoptar decisiones libres y nos vemos privados de la conciencia del modo infantil en que somos tratados.
¿Acaso no es tratarnos como a impúberes acordar un estado de alarma de seis meses de duración? Parece que cualquier alarma debe originar una reacción rápida que revierta la situación que la motiva. ¿Alguien imagina la alarma de un banco sonando durante seis meses, sin que nadie acuda a comprobar la razón por la que suena? ¿Y qué harán unos padres alarmados a altas horas de la madrugada porque su hijo no ha regresado a casa… esperar seis meses antes de llamar a la policía o al hospital?
Produce alarma la decisión del ministro de Comercio de prohibir que los deportistas profesionales luzcan en sus camisetas, a partir de la temporada próxima, publicidad de casas de apuestas. Curiosamente, en Navidad, el Estado de cuyo Gobierno forma parte bombardeó a sus consumidores con anuncios que animaban a comprar lotería, por más que también exhortase al juego responsable. ¿Dónde fijar el umbral de la responsabilidad? El Código de Comercio de 1885 reputaba culpable la quiebra del comerciante que hubiese sufrido pérdidas «… en cualquier especie de juego que exceda de lo que por vía de recreo suele aventurar en esta clase de entretenimientos un cuidadoso padre de familia».
Hoy habría que aludir, en términos inclusivos, «a un cuidadoso padre o una cuidadosa madre de familia, ya sea ésta monoparental, biparental, compuesta u homoparental; debiendo considerarse familiares las agrupaciones humanas de libérrima configuración basadas en vínculos afectivos de toda índole y con exclusión, en todo caso, de cualquier autoridad que no se asiente en principios democráticos y de representación paritaria». Si los padres sometiesen su autoridad familiar al escrutinio democrático, pocos españoles terminarían sus estudios elementales. Seríamos un país de 'paquirrines mentecatos'. Mejor quedarse con la romántica redacción del legislador decimonónico.
La misma alarma que restringe las libertades fundamentales de reunión, de manifestación o de desplazamiento, sirve de inspiración a la apresurada legislación en materia de los derechos fundamentales a la educación o a la vida. Mas, ¿cómo podemos aceptar que mientras varios de nuestros derechos y libertades fundamentales no pueden ser ejercidos en plenitud, se legisle sobre nuestros derechos y libertades fundamentales?
Alarmante resulta que el vicepresidente del Gobierno pretenda fijar por ley el importe de las rentas de los arrendamientos. Tal vez no sepa que la limitación del precio de los alquileres de las viviendas se reguló en España por una Ley de 1954, que se desarrolló reglamentariamente en 1955. Si se emplea el mismo rasero que él utiliza para referirse a cuanto le antecede, su pretensión legislativa solo puede calificarse de franquista.
Alarma escandalosa produce la incongruencia de prohibir a los bancos el cobro de más de un quince por ciento de intereses moratorios, cuando la Administración cobra el veinte por ciento de recargo de apremio a quien retrasa el pago de sus deudas. Aquí el Estado se comporta como el padre que mientras fuma un habano, prohíbe el tabaco a su hijo por ser nocivo para la salud.
No hay límites para quien impone los límites, lo que resulta especialmente alarmante en España, donde quien legisla es el Gobierno y por decreto, una idea recientemente enunciada por Eduardo Madina. Los españoles elegimos un Parlamento, que elige al presidente del Gobierno. Éste, por sí y ante sí, nombra un reducido grupo de colaboradores que nunca le llevan la contraria: los ministros. Presidente y ministros se reúnen una vez por semana y dictan decretos (¡peligro!: solo hay dos sílabas entre 'dictan' y 'dictadura'). El Parlamento convalida los decretos sin cambiar ni una coma y los convierte en leyes de obligatoria observancia. A veces hay algo de debate con teatralidad en forma de insultos o gritos, pero siempre sale lo que quiere el presidente. Las formas democráticas llegan hasta la elección del presidente del Gobierno, pero luego se desvanecen, porque ningún presidente respeta que la elaboración de las leyes corresponde al Parlamento, ni cree en verdad en el principio de separación de poderes.
Y en medio de la alarma habló el Rey en nochebuena para revindicar la ejemplaridad en la conducta de los servidores públicos. Todos pensaron que se refería a su padre. Ningún político se dio por aludido, aunque todos tengan motivos para reflexionar sobre su propia ejemplaridad o la falta de ella.
Toda la situación se resume en el título de una comedia de Rojas Zorrilla: 'Del Rey abajo, ninguno'.
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