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Hay una tendencia extraña –a mi juicio, profundamente desconcertante– de embellecer todo lo que duele. Poetizar la precariedad, envolver el trauma en una luz grácil ... que lo hermosea y convertir el sufrimiento en un relato de superación y/o en contenido emocionalmente atractivo. Como si, al adornarlo, dejara de doler. A veces, hasta de existir.
Romantizamos el agotamiento, la ansiedad, la tristeza, la pérdida e incluso la pobreza. Así, el insomnio se vuelve bohemio y la carencia afectiva, por ejemplo, una forma de madurez. La pobreza emocional es un proceso de crecimiento y el dolor, una lección de vida. Todo tiene que ser parte de algo más trascendente e inspirador, y yo me pregunto, no puedo evitarlo: ¿qué se esconde detrás de esta especie de pulsión colectiva? ¿Por qué no soportamos la realidad sin filtros ni frases bonitas? ¿Hemos acaso perdido la capacidad —tal vez la valentía— de ver y sentir malestar sin convertirlo en una cuestión épica? Al parecer, nada puede ser lo que realmente es: difícil, injusto, desagradable, cruel, triste, etc.
Me preocupa esta estética del sufrimiento porque romantizarlo todo es, en el fondo, un modo de negación. Un rechazo dulce, suave, hasta agradecido, pero que no deja de ser una ausencia de realidad, lo que puede dificultar la toma de decisiones equilibradas y basadas en la lógica. A lo mejor se debe este proceder a que nos hemos obsesionado con buscarle un sentido (el que sea) a todo, incluso a lo que no lo tiene. Disfrazamos el miedo con metáforas para convertir la herida en ornamento; en contenido compartible con final redentor. Como si el malestar solo tuviera valor si es bello, dejara enseñanzas y se pudiera, por supuesto, contar.
Pensamos que si admitimos que el sufrimiento no necesita ser hermoso para ser válido o que la tristeza no requiere máximas —y mucho menos absolutas; que la angustia no es solo estética y la vida, en ocasiones, es feroz, nos convertimos en personas frías o derrotistas, y no es verdad. Nos hace, ciertamente, más lúcidos y nos aleja de la simpleza moral porque, aunque la idealización podría ser un mecanismo de defensa ante algunas realidades que nos ahogan, a la larga, distorsiona la percepción del mundo y nos convierte en rayos de luna. Es decir, en una alegoría ilusoria, símbolo de la búsqueda de la perfección ideal que siempre termina en decepción.
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