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Así como se lo cuento: estaban sordos como una tapia. Eran, concretamente, 460 los pájaros de la especie estornino los que tenían graves deficiencias auditivas en el Gijón del 2000, y los había calculado la concejalía de Medio Ambiente, liderada por Carlos Zapico. Ocurría que hacía meses se había implantado un revolucionario método para ahuyentar a las bandadas de estas aves que convertían cada invierno en su particular agosto en la ciudad: unas máquinas que reproducían los sonidos de aves rapaces predadoras. Y había surtido efecto; pero solo en gran parte, porque de los 147.450 ejemplares que aterrizaron en Gijón en noviembre ya solo quedaban unos 450 que no se daban por aludidos y seguían sobrevolando sus dormideros favoritos: el paseo de Begoña, la plazuela, los jardines de la Reina y de Juan Alvargonzález, el Campo Valdés, el parque de Isabel la Católica y el de la Atalía. La empresa del sistema los calificaba de «sordos». Por completo. «Inmunes al conjunto de ruidos que emiten los aparatos». ¿Y cuando los demás aprendieran a hacérselo? ¡Íbamos 'aviaos'!
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