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Hace no mucho descubrí unos test «de bolsillo», que, un poco al estilo de los juegos de química para niños, te permiten conocer tu ascendencia, mediante un estudio genético.
Puedes pedirlo fácilmente por internet, tomas una pequeña muestra de las células de la pared de la boca, frotando con un hisopo, y la envías en la bolsita que se incluye en la caja. Fácil, sencillo y para toda la familia. Extraerán tu ADN de las células de la muestra, y alineará la secuencia de moléculas que lo componen con otras disponibles en su base de datos. Las «letras» que forman el ADN tiene un orden específico. Distintos órdenes se han asociado con distintas poblaciones. Gracias a investigaciones que implican a miles de personas de distintas comunidades del mundo podemos saber qué orden en las moléculas del ADN es más frecuente en esa población, y, por ejemplo, adecuar mejor el uso de determinadas terapias a esa población.
Estas empresas utilizan este tipo de información para comparar tus secuencias con las de otros, para decirte si eres un poco más ibérico, del norte de áfrica, si tienes ascendencia vikinga o si, como es común en España, tenías algún ancestro askenazi. Pero ¿es seguro regalar muestras de nuestro ADN? ¿No hay cierto riesgo en dejar de ser los dueños exclusivos de nuestra predisposición a enfermedades como el cáncer o el Alzheimer, codificadas en el genoma? ¿Cómo de protegidos están nuestros datos?
En un mundo donde la salud debería ser un derecho proteger los datos genéticos es una cuestión de justicia, especialmente si el acceso a la salud puede depender de compañías privadas. Sin garantías sólidas, corremos el riesgo de crear una nueva forma de desigualdad, donde la biología personal se convierta en una barrera más para acceder a los cuidados médicos esenciales.
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