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Antonio Gamoneda, rodeado de libros en el despacho donde escribe, a pocos metros de la Catedral de León. Fotos: Paloma Ucha
Antonio Gamoneda: «Nos merecemos el ascenso de esta ultraderecha neofranquista»

Antonio Gamoneda: «Nos merecemos el ascenso de esta ultraderecha neofranquista»

Antonio Gamoneda ·

El poeta publica el segundo volumen de sus memorias

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Miércoles, 4 de marzo 2020, 17:25

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Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931) fuma un cigarrillo de liar eterno de la marca Manitou en el despacho de su casa –o quizá sean varios encadenados–, en donde le marcan las horas puntualmente las campanas de la Catedral de León. Allí acaba de parir el segundo volumen de memorias, que ha titulado 'La pobreza' (Galaxia Gutenberg). Porque la pobreza –cuenta el Premio Cervantes 2006– es como un olor que nunca se arranca de la piel. Un libro en el que el poeta vuelve la vista a 1945, tras perder a su padre con solo un año e irse de Asturias junto a su madre asmática, «a secar» a tierras leonesas. Allí les atrapó la guerra y la posguerra. Esa que, a día de hoy, duda que haya terminado. Y, a pesar de todo, este hombre que convive con «13.000 o 14.000 libros» divididos en tres pisos y con su mujer, Angelines, a la que llama «mi chica», conserva intacto el sentido del humor: «No te olvides de quitarme años», pide al posar para las fotos tras explicar que tiene calculado cuánto le cuesta el vicio, «un tabaco que es mejor que el otro, porque tiene menos aditivos»: «Un euro al día», dice. Y hay algo de desvalimiento y de ternura en sus palabras. El hambre.

–Cuénteme eso de que seguimos en plena posguerra.

–Hombre, han cambiado cosas. No se fusila todos los días a la gente y, aunque algún porrazo sueltan, los grises de mi época ya no apalean a las pobres mujeres que están a la cola para coger lo que sea que les den. Dicen que hay libertad de expresión y en cierto modo sí la hay. Pero la Guerra Civil Franco y compañía no la hicieron para salvar a España de nada. La hicieron porque convenía a las clases adineradas. Es decir: a lo que se podía entender por capitalismo en 1936. Hicieron una operación de refuerzo de la situación del poder económico. Y eso sigue igual. Por lo tanto, me parece que la posguerra no ha terminado del todo. Lo que llamamos democracia no significa nada. Pero no en España: en el mundo entero.

–Quiere decirse que el poder sigue en manos del capital.

–Así es. El que manda es el dinero. La democracia actúa como un disfraz y, al mismo tiempo, como una protección del capitalismo, que es una dictadura. En general, la democracia es una ficción que alberga una dictadura económica.

–También ha sido muy crítico con la Transición.

–Es que quienes esperábamos algo del cese del franquismo esperábamos algo más. Pero, inmediatamente, empezamos a ver que la Transición consistía en poner esa máscara. La prueba es que acaba de venir un relator de la ONU y ha visto una pobreza en España que se ha quedado asustado. Gente que no come, que vive debajo de unos cartones y unas maderas, a la que echan de su casa, parados... Hay pobreza, infelicidad, no hay bienestar... Y todo eso está encubierto por la operación ideológica de la democracia y por otra cosa que es temible, terrible, espantosa: el consumismo.

–¿En qué lo percibe?

–Todo es consumo. Nos han comido en cerebro de tal manera que, el cuanto un rapaz consigue un empleo de 1.000 euros, hipoteca 300 para comprar un coche, va a comprarse a El Corte Inglés todas esas cosas que nos ponemos y empieza a morder el anzuelo del consumismo. De los 1.000 euros que gana, ya tiene hipotecado el 90%.

–Su libro empieza el día 1 de junio de 1945, cuando también usted era un joven con catorce años recién cumplidos y se «autoexpulsó» del colegio de los agustinos, que quiso quemar...

–Los agustinos eran feroces apaleando a los chavales. Pero, además, metiéndoles mano. Lo que pasaba es que, entonces, la gente callaba. Además, había una especie de escalafón de alumnos. Estaban los hijos de los ricos, los de los menos ricos y luego ya estábamos los pobres.

–El detonante fueron unos zapatos de mujer.

–Sí. Era una situación insoportable que se agudizó cuando mi pobre madre, que no me podía comprar unos zapatos, cogió unos de mi abuela, les quitó el tacón para que pudiese pasar por la nieve de León y en el colegio empezaron a burlarse para mí. Eso, más la pederastia más o menos avanzada, más el apaleamiento, más esa jerarquización de los alumnos según su procedencia, más las relaciones que tenían los agustinos con la Legión Cóndor, con algunos nazis hospedados en el colegio... No te extrañará que yo saliera pitando de allí.

–Y entró a trabajar como recadero en el Banco Mercantil: «Jornada doble. 80 horas semanales, 89 pesetas de sueldo».

–Ahora hay otras técnicas en las empresas bancarias para quedarse con grandes beneficios. Es todo más sofisticado. Pero entonces la manera de ahorrar en personal era explotar al personal. Quizá fui de los que peor lo pasaron, pero no era yo solo. Sobre todos nosotros estaba un arma poderosísima que decía: «Si no haces eso por la empresa, te vas a quedar de mala manera, en los peores sitios, y no vas a ser nadie». Con esa amenaza manejaban a miles de empleados. Era duro. A los veinte agarré una depresión y estuve quince años con ella. Y yendo a trabajar todos los días porque la Seguridad Social no la reconocía como enfermedad.

–¿Cómo salió de ella?

–También de mala manera. Cuando llegué a un punto en el que me vi con alguna posibilidad de no destrozar la familia, me largué.

–Pero siguió en León, que ahora quiere liberarse del yugo de Castilla.

–Yo no creo en los gobiernos autonómicos. Ni de León con Castilla ni de León solo. No creo en general, porque, más que un gobierno de los intereses, comunitario, lo que hay es una carga de ese subgobierno y de toda la burocracia añadida, que es, económicamente, una ruina y, administrativamente, un engorro.

–Un luchador antifranquista como usted coincidiendo con Vox, que también quiere suprimir las autonomías...

–No sé lo que piensa Vox. Sé que es la derechona, que son muy ultras. Supongo que será la única coincidencia entre nosotros (Ríe).

–¿Le preocupa el ascenso de la ultraderecha?

–Nos lo hemos merecido en cierto modo. Más que preocuparme, me fastidia por lo que tiene de reestablecimiento de una manera de vivir y pensar en España que tenía que ser pasado. Un pasado a olvidar. Y esta gente de la ultraderecha parece que pretende eso, una especie de neofranquismo. A mí me parece un disparate. Despreciable. Es un aspecto más de mi desconfianza en la clase política, que es mucho mayor con respecto a gente como Vox, que todavía no son peligrosos pero que pud ieran serlo. En general, desconfío de la clase política con independencia de que se digan de izquierda o derecha.

–¿Y lo que está pasando en Cataluña?

–Me parece un falso problema. El independentismo es una aspiración tonta y el centralismo y el anti-independentismo, también. Me parece muy bien que se escriba y se hable en catalán. Me parece una suerte incluso que todos los chiquillos que nacen ahora mismo en Cataluña sean bilingües. Y creo que eso hay que respetarlo por parte del centralismo y que debe cultivarse por parte de los catalanes. ¿Que hay tienen un concepto y una vivencia diferentes de nación? Sí. Y en Asturias. Es una tontería. ¿Por que a mí qué más me da que me explote un empresario en Madrid que en Tarrasa? El problema es ese. Porque, además, el catalanismo siempre tuvo un origen burgués. Me da la sensación de que todo es una tapadera organizada.

–¿Y qué hacemos?

–Nada. Es posible que este Gobierno ponga algún remiendo, pero nada más. El asunto verdadero no lo tocan ni la izquierda ni la derecha. Necesitamos una reestructuración que no tendría que ser una revolución sangrienta ni violenta ni cruenta, pero sí que sería revolucionaria. Una redistribución de la riqueza, de la valoración del trabajo. De todas esas cosas que venimos soportando hace cientos de años.

–Se han dado algunos pasos simbólicos, como sacar a Franco de Cuelgamuros...

–Me sigue molestando la cruz, pero no por religiosidad. Yo no soy religioso. Soy agnóstico, aunque no me dedico a escupir en las iglesias, desde luego. Pero la cruz del Valle de los Caídos es muy fea, destroza el paisaje. Es un atentado estético. Hay que volarla. Molesta desde cuarenta kilómetros. Es como la bandera en el centro de Oviedo. ¿Una bandera allí para qué? A lo mejor, el Ayuntamiento desatiende la conducción de agua, pero pone una bandera. La más grande que haya. Es como lo de Cataluña. Se habla de eso y, mientras tanto, no se habla de otra cosa.

–En Asturias se habla mucho de la oficialidad. ¿Qué opina?

–Lo que no se puede hacer con el asturiano es pensar que puede ser la lengua institucional. Como instrumento para las relaciones cariñosas, para la broma, para la literatura incluso, me parece un tesoro. Tiene algunos rinconinos hermosos. Hice canciones para Joaquín Pixán y pensé que no sabía asturiano, pero sí lo sabía. Estaba ahí, latente, porque mi madre, cuando bromeaba conmigo, me hablaba en bable. En asturiano hay una riqueza importantísima. Por ejemplo, «non» y «nun», dos niveles distintos de negación. Esa inflexión no la tiene el castellano. Hay que protegerlo en términos culturales y coloquiales, pero no tiene sentido pretender que pueda sustituir al castellano.

–Hablemos de usted. ¿Cómo se ve el mundo a los 88?

–La edad del cansancio hay que tratar de superarla de una manera sensata. Yo creo que lo voy consiguiendo porque, si uno empieza a dejar de hacer cosas y a meterse en casa, es como si se muriese antes de tiempo. Estas personas, sin darse cuenta, están cayendo en una especie de depresión senil. A mí no digo que no me canse el trabajo, claro que me cansa, pero mientras tenga un poco de cabeza trabajaré.

–¿Cuál diría que ha sido el mayor logro de su vida?

–El mayor logro de mi vida es más vida. Haber puesto en el mundo tres hijas que tienen cabeza y buenos sentimientos. Y tener amigos. La amistad también es un logro.

–¿Y el amor?

–Claro. El amor tiene sus cosas interesantes, ¿cómo no? Ya lo creo. Por ejemplo, el mérito de soportarse el uno al otro después de tantos años (Ríe).

–¿Cómo le gustaría pasar a la posteridad?

–Me gustaría que me recordasen con un hombre que trató de no hacer mal y que escribió hasta donde pudo llegar.

El Cervantes escribe a mano y luego vuelca sus textos en el ordenador.
El Cervantes escribe a mano y luego vuelca sus textos en el ordenador.

«Los nuevos poetas aún están buscándose a sí mismos»

–Para un escritor en lengua castellana, ¿ganar el Cervantes es como tocar el cielo?

–No. Yo creo que los premios tienen importancia y estoy agradecido, pero mi poesía no fue mejor el día que me dieron un premio que el día anterior. Además, los premios también traen consigo muchos viajes, compromisos sociales... Son agotadores. –¿Qué anda leyendo ahora?

–Estoy releyendo un libro de relatos magnífico, prodigioso, de Xosé Luís Méndez Ferrín. Está escrito en un gallego muy difícil. Tengo que pelear conmigo mismo para leerlo, pero es una maravilla. Se titula 'Arraianos', que es la gente que está en la raya entre Pontevedra y Portugal. Ferrín es muy bueno en todos los órdenes. Ni Cela ni nadie.

–¿Es tan cainita el universo literario como parece?

–Sí. A mí me sorprende que sea así, pero no porque yo sea muy buenín, sino porque no veo por qué, para qué. Unos escritores me caen más simpáticos, otros menos. Punto. No aborrezco a ninguno. Ni siquiera me paro a aborrecer a algunos que se meten conmigo. Por ejemplo, mi valoración de que Gil de Biedma está sobrevalorado no es un gesto cainita. Es sinceridad crítica.

–¿Quién le gusta de las nuevas generaciones de poetas?

–Sé que hay chicos interesantes, pero aún están buscándose a sí mismos. He dicho que descreo de la llamada Generación del 50, en la cual yo no estuve porque para eso andaba por León muy tranquilo, pero Claudio Rodríguez, que era el mejor con gran diferencia, tenía una actitud para su poesía. Es lo que quizá les falta a los jóvenes. Que están desmotivados poéticamente.

–¿Hacia dónde cree que irán?

–Yo no lo sé ni ellos tampoco. Están tratando de saberlo. Y yo les diría que no se impacienten porque, seguramente, lo que ocurre es que el contexto histórico, social, sentimental... no está claro tampoco. Y, mientras no exista una visión de la vida, es muy difícil que haya generación de poesía. Que no se impacienten, pero que estén a ello, porque Picasso decía que la inspiración tiene que cogerte trabajando.

–¿Usted en qué anda ahora?

–Estoy terminando de reescribir un librín de poemas para una edición de esas que llaman de arte. Un libro de medio metro. Yvoy retrasado.

–¿Es metódico?

–Mi método es que no hay método. Ni siquiera tengo un horario. Algunos días, si la cabeza sigue funcionando, trasnocho. No hace mucho me acosté a las nueve de la mañana. Pero eso no significa que lo haga todos los días.

–¿Qué tal se le da el ordenador?

–No me gusta nada. Y se me da muy mal. Pero los editores ahora no quieren un montón de papeles:hay que mandarles un correín. Hago lo que puedo, pero casi todo lo escribo a mano primero, con una pluma desechable.

–¿Navega por internet?

–Tuve que aprender. He encontrado una cosa que sí me interesa. Se llama Google. Hay mucho material ahí. Y es indiscriminadamente bueno, malo, tonto, listo... Hay de todo. Está revuelto. O sea, que hay que entrar con la lente puesta para distinguir lo interesante de lo nada interesante. Pero, en orden lingüístico, es bastante bueno. No solo en la lengua castellana. También en otros idiomas. Ahorra mucho tiempo.

–¿Por ejemplo?

–De repente, tengo una duda. He escrito ya la palabra «renuente», pero parece que se me escapa la semántica, todo lo que abarca. A veces hay que ir a los grandes diccionarios, a los de verdad, pero esto ayuda mucho porque te da las distintas acepciones.

–Sé que reescribe mucho. ¿Es de los que nunca se quedan conformes del todo?

–Nunca. Y no digo que sea la mejor postura, pero, particularmente en la poesía, siempre se puede ir más allá.

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