Un viaje «al epicentro de la misoginia del siglo XIX» con tres asturianas ilustres
El Prado muestra la visión que el Estado y el mundo tenían de las mujeres con dos reinas astures y una pintura gijonesa como excepcionales 'Invitadas'
'Invitadas. Fragmento sobre mujeres, ideología y artes plásticas' va a dar que hablar largo y tendido. Lo advertía ayer MiguelFalomir, durante la presentación de la exposición en del museo que dirige, el Prado, entre cuyas paredes sus contenidos, discurso y análisis hacen realmente una invitación a un «viaje». Así define, su comisario, Carlos González Navarro, la propuesta de esta nueva muestra, con la que se recupera la actividad expositiva de la principal pinacoteca española, más allá de su colección permanente. Pero no hablaba Navarro, que ofreció una magistral disertación de algo más de una hora por las 17 secciones de la muestra, de una travesía cualquiera, sino de «un auténtico viaje a la misoginia del siglo XIX» que «revisa los cánones de una herencia recibida».
Ahora bien, es este un legado del que nadie se debe sentir orgulloso, ya que describe la visión que el mundo y, en concreto, el Estado (porque era el Estado el que compraba las obras de arte que ahora se exhiben) tenía de las mujeres. Y si por un lado rescata algunas de las telas notables realizadas por ellas, refleja también cómo antaño se trataba de borrar su participación del mapa artístico. Es ahí, en esa misión, en ese viaje, en el que llaman la atención tres ilustres asturianas. Las reinas Adosinda y Ermenesinda –pintada la primera por Isidoro Santos Lozano y la segunda por Gutiérrez de la Vega, por encargo de José de Madrazo, que a su vez recibe orden de Isabel II– cuentan por sí solas la voluntad de relegar a un último plano a las mujeres que exhibe 'Invitadas'. Tan es así que, cuando Madrazo responde a la monarca con los cuadros pintados, los académicos de la Real de Historia ponen el grito en el cielo. «Quisieron que se destruyeran los retratos de las reinas y, al no conseguirlo, exigieron que se diera cuenta de que eran solo consortes», recordaba ayer González Navarro.
Ambos retratos, pertenecientes a las colecciones del Prado, fueron cedidos en depósito al museo de Covadonga, donde se exponen habitualmente y desde donde han vuelto a viajar a Madrid para esta exposición, que no deja títere con cabeza. Y que narra por encima de una visibilización del papel de la mujer en el mundo del arte la «construcción de una moralidad que lo único que pretendía era lanzar un mensaje patriarcal». Y ahí entra la otra invitada asturiana. Julia Alcayde, que participa en la exposición con un autorretrato cedido por el Museo Jovellanos, legado personalmente por ella a su fondo, y que describe otro momento apasionante de este viaje. Aquel en el que los que dictaban las normas empiezan a sorprenderse de las muchas mujeres que vindican su posición en el mundo del arte retratándose con atuendo de faena y pinceles por lo que, «para ningunear su trabajo, proponen que se retraten como señoras antes que como pintoras». Y eso es lo que hace la gijonesa, que pertenece al escaso club de las artistas que no obraron de «invitadas», sino de «anfitrionas».
Y entre esas tres pinturas, otras 131 que van describiendo a la mujer como una mera comparsa, que si se acercaba al caballete era para prepararle las pinturas a su marido o para recrear frutas y flores, o sencillamente para ser objeto «puro y duro», ya fuera de mayor o de niña, pues 'Invitadas' exhibe algunos cuadros de desnudos de pequeñas «totalmente sexualizadas». Y como muestra un botón: una escultura que reza lo siguiente: «Yo soy la esclava, hágase en mí según tu palabra». Si alguna se salía de la norma y pintaba lo que quería, acababa si no en una hoguera real, en una metafórica.