Esos desvanes a los que regresamos
El nuevo libro de Fulgencio Argüelles habla de la infancia, del padre excepcional y de la memoria
Manuel Astur
Viernes, 6 de junio 2025, 02:00
Mi padre me explicó, cuando yo era niño, que la memoria es como un desván en el que vamos guardando todo lo que pensamos, sentimos ... y vivimos. Y que las personas sabias procuran mantenerlo más o menos ordenado y limpio, para poder visitarlo cuando quieran. Porque la vida no es más que presente –que dura un instante– y recuerdo –que dura para siempre–.
Hablo de mi padre y de sus desvanes porque la novela más reciente de Fulgencio Argüelles trata precisamente de eso: de la infancia, del padre excepcional y de la memoria. Y también de esos desvanes a los que regresamos para estar con los que ya no están y con quien hemos sido.
No hay en esta novela una gran historia ni una trama que atrape al espectador distraído, pero no va de eso la literatura que me gusta. Lo que Argüelles nos ofrece aquí es algo muchísimo más sencillo y, por eso mismo, infinitamente más complicado: un narrador que recuerda.
Recuerda la casa donde vivió su infancia y adolescencia. Recuerda a su madre, que olía a friegasuelos y a jabón de lavar la ropa, a la corteza de los limones que rallaba para hacer bizcochos, y a la canela, y al humo de la cocina de carbón, y al cuajo de la leche. Recuerda a sus abuelas, a sus vecinos, a los paisanos y las paisanas que no dejaron la menor huella en los libros de historia. Recuerda a los vendedores ambulantes, a los vagabundos que pasaban, a los músicos errantes. Recuerda canciones, aromas, sabores, costumbres perdidas, sonidos extintos, dolores, pobrezas, alegrías sencillas. Recuerda a su padre: un hombre sabio, ilustrado, que no encajó en su época ni en sus oportunidades. Recuerda a los perdedores, a los hermosos vencidos, que somos todos.
Y recuerda también la pequeña aldea minera donde este diminuto e inmenso mundo existió. Recuerda Fulgencio —porque no es otro el narrador que él mismo— con tanta poesía y cadencia, con tal maestría y tantísima piedad, que todos, incluso quienes no vivimos aquel tiempo ni aquel lugar, acabamos habitándolo y ya no queremos dejarlo.
Recuerda como recuerda el mundo un poeta: para que renazca en nuestra cabeza y en nuestra alma, para salvarlo y salvarnos a todos. Recuerda del latín recordari: volver a traer al corazón. Y si eso no es la eternidad, ¿qué lo es entonces? ¿Para qué sirve la literatura, si no es para eso?
Dice el narrador —niño, poeta, poeta que se duele de haber crecido— que siempre le gustaron las luciérnagas en las noches de verano, aunque no así a su padre, que le explicó que esa luz verde era, en realidad, un grito desesperado de aquellos insectos solitarios.
Puede que el padre de Fulgencio fuera un hombre herido, pero estoy seguro de que, si pudiera leer esta novela que ha escrito su hijo setenta años después, comprendería que esa luz en la noche somos todos. Esa luz es la bombilla del desván al que acudimos a buscar sentido. Esa luz es la literatura auténtica.
Y la de esta novela deslumbra.
En ella cabemos todos.
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