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Supe de la rusa Marina Tsvietáieva (1892-1941) por Ángeles Caso y su libro 'Quince mujeres geniales'. La escritora asturiana calificaba a la rusa como ... poeta inmensa de versos infinitos y complejos, infiel compulsiva, tal vez mitómana patológica, desterrada siempre. Me acerqué entonces a algunas obras de esta escritora genial, como unos fragmentos de sus 'Diarios de la Revolución de 1917' (Acantilado, 2015), un relato estremecedor sobre la soledad y la penuria, o como 'Mi padre y su museo' (Acantilado 2021), una evocación emotiva y poética de la figura de su padre, fundador del Museo de Bellas Artes de Moscú.
'El diablo' es un relato, también de carácter autobiográfico, como casi toda la obra de Marina Tsvietáieva, cargado de simbolismo y que ahonda en el origen de su condición de escritora. Una niña se encuentra en la habitación de su hermana mayor, en la que había entrado para leer libros prohibidos, con el diablo, una personificación del poder y la fascinación de la palabra. La niña devora los libros con culpa y con prisa. El diablo, que adora a la niña, petrificada de amor en el umbral, es paciente, indiferente, inexorable, seductor, y es frío y ardiente, y distante y cercano, y apacible e insufrible, porque en él se encierra la contradicción, ya que él nace de la palabra 'Dios'.
Ella ha sido educada para «tragar los carbones candentes del secreto». Ha sido educada en el Dios del Miedo, un miedo que acusa y que abrasa. La niña crece y escribe y al Diablo le debe su inaudita soberbia, el arrojo, la primera conciencia de pertenecer a los elegidos, las transgresiones, la destrucción de los amores fáciles, la conversión en poeta, el amor por los seres vencidos y por las causas perdidas y el círculo encantado de la soledad.
El combate del Diablo contra Dios es para defender el poder de la soledad, porque el diablo está solo, como lo está la escritora poeta. Ni él ni ella tienen iglesias ni fieles adoradores ni privilegios, ni retratos que se cuelguen en las escuelas, en los cuarteles o en los juzgados. La literatura de Marina Tsvietáieva es compleja, porque es una descarada hemorragia de sensaciones, un eructo pasional de palabras diabólicas, que se traduce en un desgarro gramatical, una quiebra obscena de la sintaxis que provoca desasosiego, una exaltación del poder de la palabra que traslada al lector al momento originario en el que se encontraron por primera vez la emoción y la palabra.
Considerada una de las grandes poetas del siglo XX padeció la represión del régimen comunista y vivió en condiciones miserables, tanto que tuve que ingresar a su hija Irina, famélica, en un orfanato, y allí murió la pequeña. Se exilió en Berlín y Praga primero y después en Francia. El dolor y la tristeza nunca desaparecieron de su ánimo. En 1939 regresó a su tierra, pero volvió a sufrir terribles desgracias personales y terminó quitándose la vida en Tartaristán, a donde había sido evacuada tras la ocupación alemana. Fue amiga de Pasternak y Rilke y con ellos mantuvo siempre correspondencia. Son muchas las referencias que podemos encontrar de ella, desde Nabokov (que primero renegó de ella) hasta Enrique Vila-Matas. Hay que leer a Marina Tsvietáieva.
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