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Su nombre es delicado, como su creación, y si nos apuran, también la decisión de disfrutar de ellos tras la sucesión de platos, postres incluidos. Los petit fours aparecen a última hora del banquete, abriéndose paso en el momento exacto en que el apetito parecía colmado y las comida o cena resueltas para redondear aún más la experiencia gastronómica.
Son una cortesía, pero también una tentación. ¡Qué difícil decirles no aún cuando el estómago había anunciado su rendición! Pequeños, coloridos y delicadamente elaborados, seducen a primera vista pero conquistan por su sabor. Un macaron rosado, un bombón sorpréndete, caramelos que no son lo que aparentan, explosiones cítricas…
No se cumple, en estas dulces sorpresas, lo de a caballo regalado no le mires los dientes y cocineros o reposteros se afanan por sorprender con sus propuestas, empleado más esfuerzo y dedicación de lo que a priori se entendería que merece un bocado que se regala; al fin al cabo, es el último de un largo menú, el recuerdo más reciente de quien abandona a la mesa.
Su origen se remonta a la Francia del siglo XVIII, época de refinamiento culinario en la que la repostería comenzó a ganar protagonismo en las cortes europeas. Su nombre afrancesado significa, literalmente en francés, 'pequeño horno'. El adjetivo no se refiere al tamaño del lugar en el que se cocina, ni siquiera a la propia dimensión del dulce, sino al método de cocción original.
En los antiguos hornos de leña, tras hornear a altas temperaturas, los reposteros aprovechaban el calor residual, en descenso, para elaborar otros productos más delicados. Esta cocción a menor temperatura se conocía como à petit four y las dulcerías que alumbraban se quedaron con un nombre que nadie ha querido traducir.
Las creaciones se asociaron con la alta cocina francesa, faro de la gastronomía mundial, y se convirtieron en símbolo de elegancia y sofisticación, especialmente durante los banquetes, recepciones o celebraciones. Los galos diferencian entre tres tipos: secs, glacés y salés, esto es, secos, glaseados y salados.
A España llegaron con los borbones. El desembarco en el trono de Felipe V, nacido en Versalles y nieto de Luis XIV de Francia, supuso un marcado afrancesamiento. Los cocineros de la nación vecina fueron llamados a servir en las cocinas reales y aristocráticas, llevando consigo sus técnicas e ingredientes.
Los petits fours eran, entonces, un signo de refinamiento en la mesa y una manera de mostrar habilidad pastelera. Aunque su evolución en España ha sido evidente, no han abandonado del todo ese espíritu y no hay experiencia de alta cocina que no culmine con ellos.
Ferran Adrià, en El Bulli, las llamaba «pequeñas locuras». De sus fogones salieron creaciones como el bombón de lima, las avellanas con merengue de su praliné, las nubes heladas de remolacha o el diamante de fruta de la pasión, piezas que presentaba en vajillas diseñadas especialmente para cada una de ellas, elevando los dulces a una forma de arte culinario y marcando un camino por la senda de la sorpresa que muchos seguirían después.
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