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Varias personas cruzan la frontera entre Venezuela y Colombia. Luis ROBAYO (AFP)
«Me piden 2.500 dólares por renovar el pasaporte. ¿Y por qué no la Luna?»

«Me piden 2.500 dólares por renovar el pasaporte. ¿Y por qué no la Luna?»

Tres venezolanos repasan su día a día en un país que funciona al margen de las reglas

Jon G. Aramburu

Caracas y Valencia (Venezuela)

Lunes, 11 de febrero 2019, 21:35

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«Venezuela es como un videojuego, cada día un nivel más alto de dificultad». A Jesús Manosalva, taxista, los turistas a los que transporta le recuerdan constantemente lo mal repartido que está el mundo. Se ha acostumbrado a sus caras de asombro cuando van a un hotel y descubren que no pueden cambiar moneda local porque no hay efectivo en las calles, ni pagar con tarjeta de crédito o de débito salvo si son locales -¿cuánta gente tiene una cuenta en un país al que va de visita?-, ni echar mano de sus euros porque se los tasarán por debajo de dólar y encima no les darán las vueltas. Enamorado de García Márquez, compara su país con Macondo, «pero multiplicado por mil».

La mañana comenzó con un bulo que no tardó en extenderse por todo el país, según el cual un meteorito había caído al sur de Valencia, lo que obligó a intervenir al gobernador Rafael Lacava -por Twitter- para desmentir la noticia. Esto dos días después de que las redes sociales echaran chispas con la (falsa) advertencia de que el Gobierno estaba reclutando a los niños en los colegios sin permiso de sus padres y de que alguien, quizá el propio Gobierno, extendiese el rumor de que un avión supuestamente cargado con ayuda humanitaria había sido interceptado con armas.

El último llega de la mano del abastecimiento de combustible. «En Valencia, los carros hacen colas de cientos de metros a la altura de los surtidores porque 'suena por ahí' que van a parar la producción de gasolina». En Caracas, los coches circulan con normalidad y la tranquilidad en las estaciones de servicio es absoluta. Muchos conductores ni siquiera pagan por ella o lo hacen con un billete de cinco bolívares, un tercio de centavo de dólar. «El otro día llevé a otro gallego (español en el argot) e hicimos cuentas -explica Manosalva-. Con lo que les cuesta a ustedes un depósito de diésel, unos 60 euros, nosotros pagamos el salario mínimo de todo un año».

A la conversación no tarda en sumarse José Rivero, apuntado a todos los grupos de WhatsApp imaginables. Uno le avisa de dónde hay gasolina, otro de cuándo llegan cauchos -neumáticos- a buen precio, un tercero de cuándo hace su ruta el camión del gas. «Si no estás atento, pueden pasar cinco meses sin que te visite de nuevo, y a mí me queda sólo media bombona». Son cinco bolívares, pero nadie quiere ese dinero porque no vale nada. Así que el butanero pide que se pague en especias, por ejemplo con un kilo de arroz, que si es producto regulado -subsidiado- cuesta 300 'bolos', y si se adquiere en el mercado libre, 3.000. Seiscientas veces el precio oficial de la bombona.

Ruedas pinchadas

José empieza entonces una letanía de miserias. La última, y la que más le preocupa, la renovación del pasaporte, ya que realiza el grueso de su trabajo en el extranjero. «Me piden 2.500 dólares. Coño, ¿y por qué no la Luna? Cómo es posible semejante atraco por una póliza que apenas cuesta 50 centavos». Cuando encara una rotonda repara en el policía que hace guardia allí, indolente. «Ponte el cinturón», exclama de golpe. Lo llevo puesto, pero le pregunto por el motivo de su inquietud. «Sólo ganan 18.000 bolívares, el salario mínimo, y tienen permiso del gobernador para quedarse con las multas. Si están tiesos, te joden con cualquier excusa».

Bajo la ventana y vuelve perder los nervios. «Súbala, pinga. Cómo se le ocurre. Y con el móvil en la mano». Teme por los 'colectivos', como conocen aquí a grupos organizados, de estética a lo Che Guevara y generalmente en moto, que son maestros del robo y la extorsión. Hace unas semanas, explica, pararon junto a una terraza abarrotada de gente tomándose su zumo o su café, les encañonaron y se llevaron el teléfono móvil de todos. «Esos malandros -rufianes- no tienen una idea sana; el último grito es sembrar la calle de 'miguelitos', cables con clavos que tiran a la carretera para pincharte las ruedas y así aprovechar para desvalijarte».

Unos metros más adelante, el coche se adentra en la avenida Bolívar. Las obras del suburbano llevan paralizadas nueve años, los mismos que la Torre Isla que domina toda la ciudad, y seis menos que el Palacio de Justicia, donde funcionan sólo parte de las dependencias y a cuya puerta esperan las familias de los que cumplen penas de cárcel, mientras los niños salen de las escuelas con su morralito tricolor. Librerías, tabernas, el antiguo hotel Stauffer... Los negocios cerrados ganan por goleada y las salas de cine han sido sustituidas por iglesias evangélicas que a su vez han echado la persiana.

El metro llega sólo hasta la Universidad de Carabobo. Allí, las clases se acaban y los chavales se apuran para que no se les eche la noche encima en esta ciudad donde la iluminación brilla pero por su ausencia. Lo mismo hace Grace Chávez, que trabaja en el Rectorado y prefiere dar un nombre falso. «Está más oscuro dentro que fuera», repite desolada, mientras las bombillas se funden en los pasillos y nadie las repone. «El Gobierno está estrangulando a la institución porque no le sigue el juego; el presupuesto que le destina apenas da para comprar un bote de cloro, cuatro bombillas y un paquete de papel higiénico». Son 60.000 alumnos y la mayoría acaban yéndose al extranjero, igual que los profesores, «que cobran salarios de miseria o directamente no cobran», resopla indignada. Si uno bucea un poco en sus anuarios descubre entre los matriculados a alumnos tan dispares como el director del Massachusetts Institute of Technology, Rafael Reif, o el terrorista Carlos 'el Chacal'.

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