Este miércoles iniciamos en la Iglesia la andadura del Cónclave, con una Misa por la elección del nuevo Papa. Luego, los cardenales electores entrarán en ... la Capilla Sixtina y, tras el anuncio «extra omnes» del Protodiácono, se cerrarán las puertas. El proceso concluye cuando se proclama: «¡Tenemos Papa!», y el nuevo Pontífice, como es costumbre, celebra una Misa en presencia de los electores. Puede decirse que el Cónclave va «de Misa a Misa», enmarcado así por la liturgia eucarística.
Aunque físicamente sólo participen 133 cardenales, los 1.400 millones de católicos del mundo no quedamos al margen. No tenemos voto, pero sí voz en forma de oración. Cada uno puede participar espiritualmente, pidiendo a Dios que los cardenales actúen guiados por el Espíritu Santo. Pensar lo contrario es tener una visión muy pobre de lo que significa la Iglesia sinodal, que no es una invención reciente, sino parte esencial de la Iglesia desde sus orígenes.
Desde el principio, la Iglesia ha sido sinodal, es decir, ha caminado en comunión. Ya en los 'Hechos de los Apóstoles' vemos a la comunidad reunida esperando al Espíritu Santo, y desde Pentecostés se ha caminado en unidad, aunque con diferencias de roles, como señala san Pablo: «A unos constituyó apóstoles, a otros profetas (...), para la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12). Como los miembros del cuerpo humano, que todos van juntos, pero no revueltos, así, en el cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia, cada uno contribuye desde su lugar.
Los inicios del cristianismo muestran ejemplos de participación espiritual en momentos cruciales. Cuando san Pedro fue retenido en dos ocasiones -una, por el poder religioso del Sanedrín, y otra por el político de Herodes-, los fieles oraban sin cesar por su liberación. Y fue liberado. Esto muestra el poder de la oración comunitaria. Hoy, con el Cónclave, podemos revivir esa misma actitud de fe y unión. Aunque solo unos pocos elijan al Papa, todos podemos colaborar orando, confiados en que Dios escucha cada plegaria sincera.
La analogía con la limosna de la viuda pobre en el Templo de Jerusalén refuerza esta idea: ella dio poco en apariencia, pero mucho a los ojos de Dios, como el mismo Cristo afirmó. Su ejemplo es una invitación a que cada creyente, por pequeño que se sienta, sepa que su oración tiene un gran valor. Dios no mide la cantidad, sino el amor y la entrega con que se actúa. Así, cada católico puede contribuir espiritualmente al presente y futuro de la Iglesia.
Como mencioné al inicio, el Cónclave está enmarcado por la Misa. Tras su elección, el papa Francisco celebró la Misa en la Capilla Sixtina y pronunció una homilía significativa. En ella destacó tres claves para la Iglesia: caminar en la presencia del Señor, edificar sobre Cristo, y confesar a Jesús crucificado. Señaló que, si se camina sin la cruz, se corre el riesgo de convertirse en una simple ONG, y no en la verdadera Iglesia. Incluso líderes eclesiales, si niegan la cruz, se apartan del discipulado.
Francisco pidió el valor de caminar con la cruz, edificar con la sangre del Señor, y confesarlo crucificado. Solo así la Iglesia avanzará fiel a su identidad. Recordemos que «del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia» (Catecismo, n. 766). Por eso, todos los bautizados somos parte de esta Iglesia, que tiene por Cabeza a Cristo resucitado que camina con nosotros; y todos podemos participar en el Cónclave con oración y pequeños sacrificios.
No hay excusa para la pasividad. Así como la viuda ofreció lo que tenía, cada uno puede ofrecer su «granito de arena». Aunque no estemos en Roma ni tengamos voto, podemos participar desde cualquier parte del mundo. Nuestra oración será una forma poderosa de comunión con la Iglesia, una participación silenciosa pero real y eficaz en este momento crucial para la Iglesia y el mundo entero.
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