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A veces me pregunto si no habré caído ya por ese precipicio que se nos pone delante llegados a una edad y que supone, en ... la práctica, una permanente comparación entre un antes que es de difícil concreción y el perturbador ahora. Esto no nos pasaba cuando éramos más jóvenes, no.
El caso es que el otro día quise comprarme una lámpara para mi mesa, un flexo de los de toda la vida, y descubrí con espanto que para realizar esa compra tenía que hacerme poco menos que un máster: no solo para elegir entre los miles de diseños, colores, tamaños. También tuve que enterarme de qué cosa misteriosa era eso de los lúmenes y los luxes y sus equivalencias. Con lo fácil que era antes, que ibas a una tienda, pedías un flexo y te ibas con uno igual al que tenían todos tus amigos. Sin más.
Es cierto que esto de la abundancia de oferta está muy bien. Tanto para elegir, tantas posibilidades. Cuánto soñamos con algo así, cuando nuestras opciones para hacer una compra de lo que fuera se limitaban a la media docena de tiendas donde solíamos comprar, antes del tiempo en que la presencia más próxima de grandes almacenes y los hipermercados ya nos sobrepasara un poco. Cuando teníamos como mucho dos cadenas de televisión y si era un día que tocaba película, veías la que habían programado y ya.
Y ahora resulta que hay una patología (o un trastorno, o como lo llamen los que saben de eso) que hasta tiene nombre: fatiga de elección. Y resulta que no es ninguna tontería. O si no, dígame cuánto tiempo pasa (o lo que es lo mismo, cuánto tiempo pierde usted) eligiendo qué serie, qué película o qué documental va a ver esa noche, ante una interminable cartelera que ni en nuestros mejores sueños hubiéramos podido imaginar. Y cuando ya parece que no, que no encuentra nada, a mirar en otra plataforma (porque sí, todos tenemos varias, y nunca pensamos que no llegaremos a ver ni una mínima parte de lo que nos ofrecen). Y comprar algo, lo que sea, se convierte en una odisea que incluye la revisión de reseñas de compra, el agotamiento mirando las distintas opciones, y finalmente la incapacidad para elegir. Y asomarse a las novedades musicales termina por proporcionarnos una melancolía de expatriados del presente porque es imposible que haya tantas y tantas opciones (aunque luego todo sea tan similar, pero esa es otra).
Ni siquiera está muy claro que esto sea bueno para alguien, ni siquiera para el perverso capitalismo consumista. Un experimento realizado en un supermercado con dos mesas en una de las cuales se ofrecían seis tipos de mermelada y en otra veinticuatro, demostró que la gente acudía más a la que brindaba más sabores, pero compraba más (costaba menos decidir) en la que solo había seis opciones.
En eso estamos, ahí la fatiga de elección, porque cada día es una larga y complicada gincana en la que se nos va la vida tratando de decidir, enfrentándonos a esa abundancia que nos parecía un sueño y está resultando ser una pesadilla. Algo habrá que hacer para empezar a simplificar. Y si no, recuerden a Steve Jobs, vestido siempre igual: él sí que sabía que hay que combatir esa temible fatiga de elección, aunque sean en cosas tan sencillas como no tener qué decidir qué nos ponemos cada día.
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