Tiempo perdido
Da igual que la frase acuñada de que el tiempo es oro forme parte de nuestras conversaciones: en realidad, se nos escapa lo absolutamente valioso que es
Cada vez que me encuentro aguardando a ser llamada en una sala de espera (generalmente de alguna consulta médica), recuerdo una anécdota que leí hace ... mucho tiempo: un tipo que había sido citado por un médico a una hora determinada, después de esperar durante cincuenta minutos a que se le atendiera y tras ser recibido y pagar la abultada cuenta, vuelve a su casa y le envía al médico una factura por la hora de su tiempo perdida en la sala de espera. Desconozco la resolución del asunto, posiblemente no obtendría un dólar (la cosa había sucedido en Estados Unidos), pero ya entonces me hizo pensar en la forma en que el tiempo ajeno se desprecia sistemáticamente. No hablo sólo de la Administración, ni de los profesionales a los que no tenemos más remedio que acudir (esas esperas interminables para que un notario te atienda, por ejemplo). Hablo en general. Da igual que la frase acuñada de que el tiempo es oro forme parte de nuestras conversaciones: en realidad se nos escapa lo absolutamente valioso que es.
No somos otra cosa que tiempo, y nada derrochamos con más inconsciencia. Celosos de hasta el último céntimo de nuestra propiedad y buscadores incansables de incrementarla, gastamos sin ningún cuidado los minutos, las horas preciosas que son lo único que nos configura. Hemos asumido que no tenemos otra que intercambiar nuestro tiempo por el dinero que nos permite vivir, pero en ningún momento nos hemos parado a considerar el enorme valor que tiene cuando es capaz de proporcionarnos lo que parece ser tan imprescindible. Algo tendrá el trabajo cuando te pagan por ello, solemos decir, pero obviamos que el trabajo es, sobre todo, tiempo: lo que somos.
Eso sí, de vez en cuando nos encontramos con viejos amigos y nos lamentamos de lo rápido que va todo, de cómo pasan de veloces los años, de cómo se llega la muerte tan callando, que decía don Jorge. Y mientras por un momento tenemos un atisbo de la levedad de todo, de la fugacidad de esto que es vivir, volvemos sin remedio a instalarnos en la urgencia: a despreciar el hoy por priorizar el mañana, a hacer otros planes mientras la vida va pasando, a desperdiciar cada uno de los preciados instantes que, de vivirlos con consciencia, nos sorprenderían por la grandiosa luminosidad, por la iridiscencia con que proclaman que es lo único cierto en esta incierta existencia.
Así que voy avisando: ya no queda mucho para que termine el año, porque sí, todo va muy rápido, y entre los muchos balances, la mayoría muy deprimentes, les sugiero uno más: contabilice las horas perdidas, los tiempos de espera, los minutos regalados a la nada más ingrata, el tiempo dilapidado haciendo 'scroll', siendo benévolos con la mala educación de quienes nos hacen esperar, las horas de absurda concesión a polémicas enfermizas, a la zafiedad, a las burocracias desesperantes, a la ineptitud ajena. Todo ese tiempo perdido aguardando a que suene un teléfono, a que se terminen los anuncios, a ser recibidos, a obtener una respuesta, a confiar en que alguien cambie su actitud, a que deje de llover, a que llegue el fin de semana, a que por fin nos suceda algo bueno. Todo ese tiempo secuestrado en las salas de espera de una vida que, como nosotros, es sólo tiempo. Y aunque en este artículo haya repetido la palabra doce veces es verdaderamente escaso: se nos acaba.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión