Redes sociales: de todo como en botica
La bilis, más desde perfiles falsos, se excreta con mucha facilidad, aunque no venga a cuento para nada. Suelen ser intrusos en conversaciones normales. Se está hablando de un monumento y aparece un exabrupto al presidente del Gobierno
No es la primera vez que escribo sobre este tema porque navegar es algo adictivo y lo cierto es que las redes sociales ofrecen información ... instantánea –que incluso a veces se borra pronto de los foros ortodoxos– y permite conocer o reencontrar personas y compartir datos y conocimientos sobre las cuestiones más variadas. Archivos gráficos, humor, historias personales y aficiones de todo orden: deportivas, de mascotas, de viajes… Hasta ahí, todo bien, siempre que no genere polémicas crispadas; a veces por tonterías como las que se leen cuando se inquiere qué ciudad es más segura, más bella, más limpia… o más horripilante, que también he visto ese tipo de invitaciones a pronunciarse. Entre otras cosas porque hay quien se toma estos 'chats' como algo muy serio y quien aprovecha, con mejor o peor humor, para soltar la más gorda.
Pero lo más penoso, aunque sabido, es creerse que todas aquellas personas que te envían o aceptan una invitación de contacto son amigas. La amistad es un plato de cocción lenta y resistente al fuego intenso y a los glaciares de la vida, por lo que no se logra con unos cuantos 'like' a lo primero que se cuelga, buscando reciprocidad, porque hay confesadamente, quien se jacta del número de 'amigos' y de 'me gusta' en sus publicaciones.
Yo me vi casi obligado a entrar en las redes, aunque apenas transito por una como consecuencia de una recomendación difusora de un blog jurídico en el que escribo desde hace más de quince años. Junto a estos comentarios legales –lógicamente de pocos seguidores generalistas–, también inserto mis artículos de EL COMERCIO al día siguiente de editarse, junto a alguna pequeña redacción sobre cuestiones para mí llamativas y hasta algunas viñetas de un colega. Sigo atentamente las aportaciones de amigos, colegas y familiares y entro en alguna tertulia aparentemente inofensiva. Digo aparentemente porque no puedo, por ejemplo, con los comentarios gruesos, faltones y a veces soeces de las rivalidades futboleras y mucho menos con los discursos supremacistas, habitualmente desde nacionalismos exacerbados, que gustan de distorsionar o inventar la historia, en ocasiones, por cierto, a costa del legado milenario de Asturias. Ahí no entro, porque es imposible convencer a una mula parda de que no es un ágil corcel ni me gusta leer expresiones malsonantes derivadas de la ira y la carencia de argumentos.
Pero voy a confesar, con satisfacción, algo que me resulta muy gratificante. Naturalmente, en mi muro, aparecen cientos de personas que rara vez se han comunicado conmigo o leído un solo renglón de lo allí plasmado. Normal, justo y recíproco. Pero también, de forma mutua, me interrelaciono con un número nada despreciable de internautas de sofá –como yo– que sí son amigos. A estas personas me honra conocerlas a todas, sin excepción. A algunas, sólo medianamente o por referencia. Pero a todas. Y ahí no hay sorpresas. Con algunas comparto ideas, creencias, sentimientos, gustos estéticos o aficiones. Con otras puedo diferir en casi todo. Pero el respeto es una joya; un diamante a pulir día tras día. Que es amistad cierta –y excluyo parientes e íntimos de siempre– lo evidencia el que nos preocupamos ante ausencias prolongadas o ante problemas confesados en la propia red. Y nos alegramos cuando el alejado reaparece o se restablece.
Así debería ser todo. Relacionarse, avivar contactos antiguos o nuevos, aprender, debatir, intercambiar… Pero la bilis, más desde perfiles falsos, se excreta con mucha facilidad, aunque no venga a cuento para nada. Suelen ser intrusos en conversaciones normales. Se está hablando de un monumento y aparece un exabrupto al presidente del Gobierno o a otros políticos. O alguien, bien intencionado, pide información para un viaje a Asturias (lo que es muy frecuente) y directamente arrecian las burlas o las groserías.
Que controlar esta zafiedad y convertir las redes en algo modélico es una utopía lo sabemos todos. Para suerte de los cretinos. Pero, a veces, nos encontramos con extrañas censuras y castigos por las cosas más livianas. En mi caso, sólo me ocurrió una vez en la que, educadamente, discrepaba de una declaración del exministro de Cultura, el señor Iceta. Quizá la palabra 'ministro' removió las entrañas del sistema automatizado.
En fin, dejo para el final que, con todos los peros, las redes palían muchas soledades, dolores y tristezas y te sacan a ese mundo al que no quieres o puedes salir. Aunque lo distorsionen, a veces de modo cruel y falsario. Y, por supuesto, gracias a los amigos –repito el término– que me soportan allí y aquí.
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