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Cuando estudiaba en la universidad y me dejaba asignaturas para verano, a estas alturas del año ya sentía el aliento de septiembre en la nuca. Era un aliento apestoso, viscoso, como el de un alien dispuesto a devorarme. Intentando evitar tan trágico desenlace, me dedicaba a planificar el estudio en un calendario en el que iba poniendo dos o tres temas por día. Excuso decir que jamás lo cumplí, lo cual tiene un mérito indudable porque no existía internet, y procrastinar era mucho más difícil que ahora. Pero yo lo conseguía, que una siempre ha sido una tía voluntariosa y, si me empeñaba en perder el tiempo, lo perdía como nadie: escuchando música, leyendo, viendo programas infames en televisión, haciendo un bizcocho o limándome las uñas. Y créanme: si una no tiene ganas de estudiar, una manicura puede llevar muchas horas. Más que la de Rosalía.

Los días pasaban, pero los temas no. Tachaba y rehacía el calendario una y otra vez; de hecho, llegó un momento glorioso, de auténtica comunión, en el que invertía más tiempo en planificar los temas que en estudiarlos. Era un calendario tan bien concebido que lo mismo podría haberse utilizado para desembarcar en Normandía que para hacer un plan quinquenal de la URSS. Mientras, el aliento viscoso y apestoso de septiembre era cada vez más cercano. Pero una no podía evitar seguir malgastando las horas con angustia, dedicación y un par de rotuladores fluorescentes, uno verde y otro amarillo. En aquellos veranos, la fascinación por el abismo tenía color fosforito.

Ahora, septiembre vuelve a ser el mes maldito. El día 23 debería estar marcado en rojo en varios calendarios de este país, e ir precedido por anotaciones de reuniones y negociaciones varias subrayadas con rotulador. Aunque, al paso que vamos, es posible que se pasen el verano horneando bizcochos. O haciéndose la manicura. Yo, a estas alturas, no sé ya qué pensar.

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