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No me considero una persona especialmente religiosa y, sin embargo, me encanta visitar iglesias, ermitas, catedrales y concatedrales, museos de arte sacro, monasterios, etc. Entro, ... paseo, a veces me siento, y observo con detalle. Casi siempre, si se puede, enciendo un par de velas y pido cosas que sé que no se cumplirán –o que no se han cumplido todavía–, y luego me quedo mirando cómo arden. Algo cada vez menos frecuente, pues las velas ya no se prenden con cerillas, sino con electricidad. El otro día, cuando nos quedamos a oscuras, pensé en ellas. ¿Se perdieron en aquel momento todos los deseos y plegarias?
Un día de mayo, como hoy, en una iglesia castellana, metí unas monedas para encender automáticamente dos velas y el aparato no funcionó. Un feligrés se acercó, me sonrió y me dijo que no me preocupara, que la máquina fallaba mucho. Se agachó y le dio al interruptor. Encender y apagar. Las velas volvieron a relumbrar. Por un momento, todas a la vez, como si fueran el reflejo de un gran deseo conjunto; después, se quedaron solo las pedidas.
Hay algo en el acto de entrar a una iglesia que me serena. No hablo del silencio, que en ocasiones es más un eco de soledad que de calma. Hablo del espacio, el olor, la madera y la piedra, el frío y, en algunos casos, la cera. También las flores, frescas o mustias, el brillo de los retablos, las vírgenes policromadas o vestidas de terciopelo y la cara de los santos, que parecen haberlo visto todo. Me fascina. Los nombres, símbolos e historias. Toda esa arquitectura del alma es como si, por un instante, la humanidad se esforzara por ser otra cosa.
Durante mis años de universidad, muchos de mis trabajos se inclinaban hacia la teología. Tenía excusa académica para investigar y preguntarme por qué creemos; cómo se construye la fe; qué función tiene en nuestra estructura social y emocional o por qué, cuando no se cree o se deja de creer en Dios, sí se cree en el Diablo. No tengo un ateísmo declarado, ni fe a tiempo completo. Soy, como casi todo en la vida, una contradicción. Entro en las iglesias, pongo velas y, aunque casi nunca se cumpla lo pedido, sé que seguiré haciéndolo. Quizá por costumbre o, quizá, solo quizá, por esa necesidad tan humana de encontrar respuestas.
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