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Autorretrato de Graciela Iturbide, México, 1989, de las colecciones de la Fundación Mapfre.

Graciela versus Frida

La obra de la premiada fotógrafa se pudo contemplar en el CCAI de Gijón en 2017

Paché Merayo

Gijón

Viernes, 23 de mayo 2025, 23:07

Estaba a punto de llegar la primavera. En las calles, la ciudad empezaba a establecer vínculos con el sol y con ese color que buscaba ya parecerse a mayo, pero una vez traspasada la puerta de la sala mayor del Centro de Cultura Antiguo Instituto todo ese resplandor se hacía gris y quedaba en una ilusión rota. Allí dentro gobernaba el invierno atrapado en blanco y negro, curioseando en el dolor de otro tiempo. Era 2017 y la responsable de que la policromía ansiada fuera se quebrara dentro era Graciela Iturbide, hoy flamante Princesa de las Artes. Entonces una mujer ante su propio espejo, ante su propia mirada. Una fotógrafa, ya de aplauso y fama internacional, que recorría las inmensas paredes del espacio donde se le rendía homenaje, recuperando la intención que había puesto en cada fotografía y que siempre era la misma, «conocer el mundo». Enorme misión, que encaraba con una cámara de fotos analógica, huyendo de «la velocidad de todo lo digital», a la que le había robado el color, en un intento, decía, de centrar el objetivo en lo esencial. En la verdad. Recuerdo que de los casi dos centenares de imágenes colgadas en la sala, entre las que destacaban sus autorretratos con animales, absolutamente singulares, diferentes a todo, casi surrealistas, seducía especialmente la serie que titulaba 'El baño de Frida'. Y lo hacía acaparando toda la atención, pese a la magnitud del resto del trabajo mostrado, porque en unas pocas fotografías, cada una continente de una especie de instalación, creada en la bañera que fue de la popular pintora mexicana, se contaba una parte sustancial y absolutamente necesaria de la historia de la Kahlo, el drama que envolvió gran parte de su vida. El drama que la fotógrafa conocía, pero cuya trascendencia vital descubrió el día que, por casualidad, pudo entrar en uno de los baños de la Casa Azul, que fue su vivienda y hoy es su museo, y que durante años había permanecido cerrado a toda mirada. Entre la loza ya poco blanca de la vieja bañera, testigo de tantas cosas, se podían ver las muletas de la pintora mexicana, su pierna ortopédica, algunos de sus corsés, algunos de sus rituales. La bata manchada de pintura, incluso unos pájaros muertos y hasta el retrato de Stalin enaltecido en un cartel. Eran, contaba Graciela mientras mostraba algunos de esos detalles, los objetos y documentos que Diego Rivera, su marido, había decidido dejar dentro de aquel pequeño espacio impregnado de dolor y que un buen día de 2006, después de años bajo llave, abrió al público. Precisamente ese 2006 y el siguiente 2007, porque la Premio Princesa de las Artes no escatima tiempo para crear sus series, estuvo Graciela Iturbide metida entre las cuatro paredes alicatadas descubriendo, conociendo, qué contaba de Frida Kahlo aquello que tenía ante sí y que en aquel 2017 pudimos ver en Gijón, como un relato tan macabro como bello, que hablaba de dos maneras de encarar la vida y el arte, la de la pintora y la de la fotógrafa ahora premiada.

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